Una chica lista

Susana

Cuando en septiembre de 2013 los socialistas andaluces y sus socios de Izquierda Unida encumbraron a Susana Díaz a la Presidencia de la Junta de Andalucía, fueron pocos los que se atrevieron a ponderar sus dotes intelectuales o su sentido de Estado, y muchos en cambio los que apelaron a su acreditada habilidad en el arte del navajeo político y a su inigualable dominio de los entresijos del poder. No en vano, la nueva Presidente contaba ya con una dilatada trayectoria política que le había llevado a ser sucesivamente concejal del Ayuntamiento de Sevilla, Teniente de Alcalde, Diputada al Congreso, parlamentaria autonómica, senadora y Consejera, amén de secretaria de casi todo dentro de su partido –y todo ello, antes incluso de haber cumplido los cuarenta.

Un año y pico más tarde, el empeño de los socialistas españoles por encomendarse a líderes de estatura política cada vez menor e ideas cada vez más peregrinas ha obrado el milagro de convertir a Susana Díaz en la política con más visión de Estado de todo su partido, y en una más que plausible candidata a una poco menos que inalcanzable presidencia del Gobierno. Pero, por fortuna para el PSOE, nada de ello ha mermado un ápice sus anteriores habilidades.

Y para muestra, un botón: el de su decisión de anticipar las elecciones andaluzas al próximo 22 de marzo. Haciéndolo, evita que la previsible debacle del PSOE el 24 de mayo salpique a los socialistas andaluces y les impida seguir cuatro años más en el poder; sorprende al PP en un momento en el que la recuperación económica se ha empezado a vislumbrar en las cifras macroeconómicas pero aun no en el día a día de las familias; carga sobre Izquierda Unida la culpa de haber propiciado la crisis de gobierno; y pilla a Podemos a medio consolidar sus estructuras organizativas en Andalucía. Y, por si fuera poco, le permite alcanzar el sueño de toda madre trabajadora de encajar la fecha de su parto con el periodo de menor carga de trabajo en “la empresa”.

Cosa distinta es, claro está, que sea razonable llevar a los andaluces a las urnas tres veces en un año, o introducir un elemento de confusión más en un curso político tan singularmente complejo. Pero ya se sabe que lo que caracteriza a los buenos políticos es saber pescar cuando más revuelto anda el río.

Los que dicen llamarse Charlie

Charlie

Que ante una masacre como la que la semana pasada ensangrentó las calles de París surja a modo de respuesta una oleada de solidaridad que acabe trascendiendo credos, ideologías y fronteras resulta no solo comprensible sino incluso reconfortante. De modo que nada habría que objetar a ello, si no fuera porque consciente o inconscientemente el lema que más ampliamente ha calado entre quienes han querido hacer patente su horror por la matanza de París no ha sido uno que condene la brutalidad de quienes la perpetraron o incida en la insostenibilidad de sus prejuicios, sino uno instando a ponerse acríticamente en la piel misma de las víctimas: “Je suis Charlie Hebdo

El problema radica en que pocos –muy pocos–, de los que estos últimos días han desfilado tras este lema “son” verdaderamente Charlie.

No lo son, por cobardes, las docenas de medios y los centenares de periodistas –y con ellos, su consabida cohorte de artistas, famosos y celebrities– que durante décadas se han guardado muy mucho de herir la fina sensibilidad de los islamistas a fin de no ponerse en el punto de mira de los más radicales, cuando al mismo tiempo se jactaban de no tener pelos en la lengua a la hora de criticar a otras religiones en general, y a la que profesan la mayoría de sus conciudadanos en particular.

No lo son los talibanes de lo políticamente correcto: esos que hoy ponderan la libérrima creatividad de los dibujantes asesinados, pero que mañana mismo encabezarán la lapidación –de momento solo en sentido figurado– del primer personaje público que haga gala de machismo u homofobia, de racismo o de antisemitismo, o –en determinados lugares de la geografía nacional– incluso de simple españolismo.

Y, por supuesto, no lo son –no lo somos, ya que en este grupo sí me incluiré– quienes pensamos que el desprecio hacia las creencias ajenas constituye una ofensa injustificada cuando éstas son sinceras, y un castigo insuficiente cuando éstas constituyen simples coartadas para matar. Y en consecuencia, que sería mucho más útil combatirlas con la razón que ridiculizarlas sin misericordia. Y que ello es así incluso en aquellos contados casos en los que las ofensas están tan equitativamente repartidas como era la regla en las páginas del Charlie Hebdo.