Viaje a lo desconocido
A la hora de emprender un viaje, lo normal entre personas sensatas es negociar primero el destino –¿playa? ¿montaña?–, tentarse después el bolsillo –¿a todo trapo? ¿low cost?– y solo en última instancia aplicarse a la tarea de hacer el equipaje. Y es que aunque eso de “Cariño, te he preparado una sorpresa: mete tus cosas en una maleta que hay un taxi esperando en la puerta” resulte sumamente romántico, es precisa mucha confianza en el otro para aprestarse a incursiones hacia lo desconocido de ese calibre.
Y ese es precisamente el problema que me plantean las propuestas del nuevo secretario general del PSOE en materia de reforma constitucional. No es que emprender un viaje tan largamente soñado no me seduzca: es que no me acabo de fiar de a donde me vaya a querer llevar, ni mucho menos confío en su capacidad para evaluar correctamente nuestras necesidades durante el trayecto y en el punto de destino, y menos aun me tranquilizan sus habilidades –a día de hoy, inéditas– para hacer frente a los imprevistos que pudieran surgir en el trayecto.
Porque como en tantas otras cosas de la vida, también en materia de reformas constitucionales lo primero es tener claro lo que se quiere, a continuación lo que nos va a costar, y en tercer lugar cual va a ser la estrategia para conseguirlo. Y me da la impresión de que para Pedro Sánchez emprender el camino de las reformas parece mucho mas importante que conocer el objeto de las mismas. Extremo éste en el que percibo con preocupación la alargada sombra del zapaterismo: la transformación del diálogo de método para el logro de acuerdos a fin en si mismo; la suposición de que cualquier novedad, por el mero hecho de serla, supondrá un avance respecto del status quo; el optimismo insensato, ayuno de cualquier base racional de sustento; y, sobre todo, la suposición de que los problemas que plantea el encaje de Cataluña en España solo se pueden solucionar con nuevas concesiones, pese a que la experiencia de estas tres últimas décadas pruebe de manera irrefutable lo contrario.
Quizás me equivoque. Es posible. Pero hasta que no vea a Artur Mas dispuesto a embarcarse también en este trayecto, no dejaré de pensar que lo que Sánchez propone es un viaje a ninguna parte.
Rosa, rosae
Cuando hace unos pocos meses salí de los salones del Hotel Astoria de Valencia después de haber escuchado la conferencia que Rosa Díez había impartido a instancias del Forum Europa, lo hice con una sensación extraña. Acababa de escuchar a una política que pese a liderar un partido indiscutiblemente minoritario –solo uno de cada veinte ciudadanos votó por UPyD en las últimas elecciones generales– lleva años colocándose entre los líderes mejor valorados del país, cuando la impresión con que yo me había quedado era cabalmente la contraria: estaba de acuerdo con el noventa por ciento de las posiciones que Rosa Díez había mantenido, pero las más de las veces me había incomodado el modo en que las había planteado. Por suerte –para mi: quizás no tanto para ella– no pasaron muchos minutos hasta que pude constar que no era el único que había salido de allí con un sabor de boca agridulce, desde luego no imputable a la fina repostería del Astoria.
Lo diré con otras palabras: las tesis básicas de UPyD, en las que se aboga por el reforzamiento del Estado, la racionalización de nuestro sistema autonómico, la erradicación de la corrupción, y la regeneración de nuestra democracia me parecen no solo acertadas sino hasta inaplazables. Pero el exagerado personalismo con el que Rosa Díez lidera su partido, su rechazo a cualquier propuesta estratégica que no coincida con la suya, su maximalismo programático, y la displicencia con la que trata a otras formaciones más o menos cercanas a la suya no solo me parecen inadecuadas para las presentes circunstancias de emergencia nacional, sino incluso letales para sus propios objetivos políticos.
No nos engañemos: de los varios escenarios que podrían emergen de las próximas elecciones autonómicas y municipales, solo hay uno –uno solo– que permitiría a UPyD poner en marcha alguna de sus propuestas. Y no me estoy refiriendo precisamente a una victoria suya en la que nadie seriamente cree, sino a un escenario en el que resultara ser la clave para la conformación un gobierno popular en minoría, que se viera así obligado a hacer de una vez por todas todo aquello que hasta ahora no se ha atrevido a hacer. Solo que ello requeriría de Rosa una disposición a declinar –en la acepción de “ir cambiando de naturaleza o de costumbres”– que a dia de hoy se me antoja improbable.