Un dilema engañoso
Lo sostienen los políticos de uno y otro partido y lo argumentan los columnistas del más diverso pelaje; lo discuten con acaloramiento los tertulianos de la tele y con indolencia los parroquianos del bar de la esquina; lo dice la cajera del super, y seguramente también el vecino del quinto. Pero para mí, que siempre he desconfiado de estas avasalladoras unanimidades, la disyuntiva “O Rajoy, o elecciones”, me parece en el mejor de los casos desenfocada, y en el peor, un auténtico engaño. Porque la verdadera disyuntiva a la que se enfrenta el Congreso esta semana no es investir a Rajoy ahora o abocar al país a unas elecciones en Navidad, sino investir a Rajoy ahora …o tener que hacerlo dentro de cinco meses.
Como quedó demostrado el 26 de junio, las preferencias políticas de los españoles están a estas alturas determinadas con claridad más que meridiana. E igual que en esos comicios el orden de prelación de los cuatro principales partidos no se alteró respecto del salido de las elecciones de diciembre de 2015, es harto improbable que de aquí al próximo mes de diciembre las cosas fueran a cambiar de una manera sustancial. Y si lo hicieran, sería con toda probabilidad para aumentar –como ya sucedió en junio– la ventaja del Partido Popular sobre las demás formaciones políticas del país, y para solidificar aun más el liderazgo –es una manera de hablar– de Mariano Rajoy. Dicho en otras palabras: que la tan temida y cada vez mas cercana repetición de los comicios nos colocaría frente a un mapa político que sería sustancialmente idéntico –escaño arriba, escaño abajo– al que ahora tenemos delante, y que colocaría al Partido Socialista exactamente ante el mismo dilema al que ahora se halla confrontado: el de facilitar la investidura del líder popular, o condenar al país a unas cuartas elecciones. Que a la vista de la terquedad de su líder, me parecen ahora más probables de lo que hace dos meses me lo parecían las terceras.
Naturalmente, podría equivocarme. Pero en ese caso querría que todos los que desean abocarnos a unas terceras elecciones –que vendrán a ser todos aquellos que voten “no” a Mariano Rajoy, por la sencilla razón de que es ese “no” el que activa la cuenta atrás para unos nuevos comicios– nos explicaran qué es exactamente lo que esperan de una nueva cita con las urnas. Cual creen que va a ser el panorama que va a salir de ella, y qué ventajas esperan encontrar en él respecto del que arrojó el 26 de junio. Más que nada, para que los ciudadanos podamos carcajearnos de la candidez de Pedro Sánchez y Pablo Iglesias si es que su previsión es la de ganar limpiamente esas elecciones. O para que podamos asombrarnos de su egoísmo, si es que su única aspiración es que Papá Noel les regale media docenita de escaños más de los que ya tienen.
¿Muy tontos, o demasiado listos? Ese sí que es un dilema interesante.
El gordo bocazas
Quienes no estén muy puestos en quién es quién del mundo ‘abertzale’ seguramente ignorarán que en sus tiempos de clandestinidad el ahora líder de Bildu, Arnaldo Otegui, era conocido con el alias de “El Gordo”. La verdad es que viniendo de una tierra en donde el cruce entre la genética y la gastronomía produce por regla general tipos de complexión más bien robusta, llamarle gordo a un ‘chicarrón del norte’ como Otegui me parece un tanto exagerado. Claro, que no tanto como llamarle –como hizo Pablo Iglesias– “un hombre de paz”.
En cambio, decir que Arlando Otegui es un auténtico bocazas me parece no solo justo, sino hasta necesario. Ya se sabe que los políticos –y Otegui pretende serlo, al menos desde que su paso por la cárcel le hizo ver la conveniencia de abandonar su anterior empleo como secuestrador– se dedican a hablar y hablar, repitiendo las mismas ideas una y otra vez al objeto llevar el debate público hasta el terreno que les resulta más propicio. Pero lo de Otegui, ora lloriqueando porque el aparato represivo del Estado porfía para que no sea candidato, ora chuleándose de que no va a haber policía ni guardia civil que le impida serlo, ora amenazándonos con todo tipo de consecuencias si eso llega a suceder, rebasa lo soportable.
Y es que la cosa es sencilla: para ser candidato hace falta tener la condición legal de elegible, y esa condición no va aparejada sin más a la de ciudadano. El Derecho priva de esa privilegiada condición a muchos individuos a los que considera demasiado inmaduros –los menores–, demasiado indignos –los condenados– o demasiado parciales –los que ostentan otros cargos públicos– como para ejercerla. Y Otegui se encuentra en el segundo de los casos, por la muy convincente razón de que nuestros jueces entendieron en su día que la pena de privación de libertad que se le iba a imponer por intentar reconstruir el brazo político de la banda terrorista ETA merecía ser complementada con otra adicional por la que se le apartaría del ejercicio de cargos representativos durante un tiempo suplementario.
Es así de sencillo, y es así de lógico. Y sobre todo, es así para todos. Si no, que se lo pregunten al candidato popular a ‘lehendakari’ Alfonso Alonso, que la pasada semana hubo de presentar su dimisión como Ministro de Sanidad para concurrir a las elecciones. Lo hizo sin ruido ni aspavientos, sin ponerse delante de los micrófonos para clamar contra la tremenda injusticia de no poder ser candidato sin antes tener que renunciar al trabajo que le da de comer a sus hijos, y –sobre todo– lo hizo sin que nadie se compadeciese de él, ni clamara contra el excesivo garantismo de la ley electoral. Lo hizo porque la ley se lo exigía, y punto.
Qué bueno sería que en esta nueva etapa de su vida Arnaldo Otegui aprendiera a respetar la ley. Su tránsito de secuestrador a legislador se haría así infinitamente más creíble.
Einstein no comía guisantes
Agárrense bien a la silla si no quieren caerse de culo, y prepárense para escuchar algo que va a cambiar por entero el sentido de su existencia, o cuando menos a alterar para siempre la imagen que tenían de uno de los más importantes genios de la especie humana: a Einstein no le gustaban los guisantes.
Confieso que la noticia me ha sacudido. Tanto, como saber que a Antonio Banderas se le ha empezado a caer el pelo (a la tierna edad de cincuenta y seis tacos), que la famosísima Miley Cyrus viaja en compañía de un juguete sexual, que Burkina Faso ha prohibido la exportación de burros a China, que una iguana intentó comerse una bola de golf durante un torneo celebrado en Puerto Rico, o –cuidado, que ésta viene recién salida del horno– que Genghis Khan se aprovechó del clima para conquistar Asia. Noticias todas ellas halladas sin demasiado esfuerzo en los diarios y digitales españoles de las últimas semanas. Por cierto: no me digan que no era un listo, este Genghis.
No se si es que –como sostienen los más veteranos en el oficio– el papel de imprenta es tan sufrido que aguanta todo lo que le eches encima, o si se trata de la típica reacción de los medios ante la ausencia de noticias de peso propia del paréntesis veraniego, yo diría que especialmente discutible en un agosto como este, con Olimpiadas en Río y sin gobierno en Madrid. O si, por el contrario, es la proliferación de medios digitales, capaces de almacenar y difundir un número ilimitado de datos, la responsable de que se haya diluido la –por otro lado discutible– frontera entre lo trascendental y lo anecdótico. O si lejos de ser una cuestión estrictamente periodística, somos nosotros los que nos hemos convertido sin darnos del todo cuenta en una sociedad que, maltratada por los problemas cotidianos, busca en los diarios más una forma de evasión que un medio de información. O si, sencillamente, nuestros editores piensan que el lector medio va a ser incapaz de entender noticias complejas, y prefieren darle otras más a tono con su capacidad de comprensión. Pero si un día como otro cualquiera permite tropezarse con todas esas genuinas chorradas –y algunas de mayor calibre que he desistido de referir– en el papel de nuestros diarios, es que algo va mal en esta sociedad.
Aunque tal vez no todo esté perdido: hace algún tiempo leí que en la ciudad rusa de Rostov del Don un hombre recibió un disparo –por fortuna, sin consecuencias– en el transcurso de una acalorada discusión con un amigo en torno a la “Crítica de la Razón Pura”. Confieso que la noticia me reconcilió con el género humano: aunque sea en un lugar tan remoto como Rostov, aun hay quien es capaz de tomarse en serio a Kant. No me digan que no es reconfortante. Especialmente si tenemos en cuenta que nuestro apasionado filósofo andaba mal de puntería.
Dimitar Mircev, in memoriam
One of the many regrettable consequences that the inexorable passage of time and the slow transition from youth to maturity brings along is the progressive loss of friends, which by a simple law of life specially preys on those who precede us in age. The sense of loss, loneliness, and even helplessness, is even greater when the one who passes away turns out to be an old friend, one of those who were accompanying us in the long and winding road life for a significant stretch of it.
In the case of Dimitar Mircev (1942-2016), my sense of loss is further multiplied by two additional factors. One is that, though in recent days I have tried to force my already battered memory, I have been unable to remember when, thanks to whom, and under what circumstances we met for the first time. I am assured that it happened more than twenty years was ago, since I can vividly remember a visit with him to the battlefields of World War I in the Kobarid area, back in the summer of 1996, in the days when he served as Macedonian ambassador to Slovenia; and I also count on the material testimony of his valuable work on the then nascent political regime of Macedonia, which appeared in my first edited book on «The new political institutions in Eastern Europe», back in 1997. But the lack of a date and place in which to set our first meeting generates the feeling that Dimitar had been there forever, and thus multiplies the feeling of loneliness for his unfortunate loss.
The other factor has to do with the fact that, besides being a good friend, Prof. Mircev was also a master in whose essays I learned many of the things I now know about Macedonia, and whose advice allowed me to approach in a much more efficient manner to its fascinating reality and its complex problems. What is truly extraordinary. In the academic world, still so traditional and hierarchical, the condition of friend and master very seldom appear together. Being a master implies a difference of age normally unbridgeable, plus a hierarchy in the academic position which is normally difficult to reconcile with friendship. Never was that the case between Dimitar Mircev and me: despite the 23 years that separated us –half a lifetime!–, and although in his company my attitude was always that of listening before speaking, and learning more than debating, in Dimitar Mircev I always found the affable, respectful, courteous treatment that one gives to whom he considers his equal, and which I started to enjoy even when I was just a young researcher eager to learn, and he was a veteran professor with a long history of recognitions. A deal on equal terms which had only one single exception, already in the very last years of his life, and certainly in a direction that I could never have imagined: when he put his considerable academic authority to work in order to obtain for me the status of Professor Honoris Causa by the University of St. Cyril and St. Methodius. The fact that a professor of his academic stature thought of me for such a remarkable distinction, became a distinction in itself, that I cherish as much as the award itself, and that I never thank him enough.
Academics always say, in circumstances like these, that those who have passed away have still left us the best of their talent: the legacy of their work, which now has to be read and disseminated. But though I share this idea, I still think that what Dimitar Mircev left us to learn from is much more important than what he left reflected in his books and papers: it is how you can become a master, while still being a friend.
Tres son multitud
Por más que la reciente remodelación del Consell nos haya sido presentada en clave eminentemente interna, tanto el momento de su anuncio como el de que ella se haya traducido en un incremento del número de altos cargos alimentan la sospecha de que en los cálculos de Ximo Puig y Mónica Oltra ha pesado un propósito tan importante o más que el antedicho: el de lanzar el mensaje de que Podemos no va a entrar en el ejecutivo autonómico, ni hoy, ni mañana, ni pasado. Aunque a decir verdad, no creo que hiciera falta una crisis de gobierno para dejar claro algo tan obvio.
Podemos no va a entrar en el Consell porque en política, como en tantos otros aspectos de la vida, dos son compañía… pero tres son multitud. Con un Compromís ávido de tocar poder después de toda una vida en la marginalidad, y un PSPV con mono de cargos públicos tras dos décadas en la oposición, y que cada vez ve más lejana la posibilidad de colocar a sus cuadros en el Gobierno nacional, solo faltaría tener que sentar a un tercer socio en el Consell como para desatar el caos. Definitivamente, en la Comunidad Valenciana no hay suficiente moqueta para tantos zapatos.
Podemos no va a entrar en el Consell porque es muy poco probable que ello fuera a suponer una mejora en su estabilidad. Hasta la fecha, lo que Podemos ha venido proporcionándole a Puig ha sido lo que en el argot político llamamos “un apoyo crítico”. Esto es: un apoyo fiable en lo esencial, pero no exento de sorpresas, críticas puntuales y esporádicas disensiones. Si su entrada en el Consell trajera aparejada una estricta disciplina de voto dentro y fuera de Les Corts, la cosa podría resultar interesante para Puig en términos de paz social y estabilidad parlamentaria: solo que la obediencia ciega es algo que Podemos exige a sus militantes, pero que no suele practicar con sus aliados.
Y Podemos no va a entrar en el Consell porque en estos momentos ninguno de sus dos socios desea tenerle más cerca de lo que ya lo tiene. Podemos se ha revelado como una dura competencia para el Partido Socialista, y lo va a ser más a medida que la legislatura recién inaugurada les obligue a disputarse el status de azote principal del Gobierno Rajoy. De modo que su entrada en el Consell le daría una proyección pública y una imagen de partido de gobierno que Ximo Puig a buen seguro lamentaría en la cita con las urnas del 2019. Pero es que tampoco a Compromís le conviene tener a Podemos en el Consell: mientras el predicamento de Oltra sea superior al de Montiel –y ello depende no poco de estar en el gobierno– Podemos seguirá constituyendo el aliado que Compromís necesita, y no el competidor que todos temen. Y es que para entrar en el Consell a Podemos le ayuda tan poco ser el aliado de Compromís, como ser el adversario del PSPV.
Envejecimiento prematuro
Reconozcámoslo: al Partido Popular le ha costado bastante tiempo –buena parte de él instalado en lo más alto del poder central, autonómico y municipal– y mucho dinero –varios millones de euros, hábilmente repartidos– hacerse con la condición de epítome de la corrupción que a día de hoy domina la percepción que de él tienen los varios millones de españoles que desearían verles lejos del gobierno. Y más tiempo todavía le costó al PSOE convertirse en el partido de la corrupción cronificada. De hecho, quienes ya peinamos canas aun recordamos cuando allá por el año 1979 los socialistas pudieron celebrar el centenario de su fundación atribuyéndose sin sombra de rubor “100 años de honradez y firmeza”: algo que incluso teniendo en cuenta que 92 esos cien años los pasaron lejos, muy lejos, de cualquier centro de poder, no dejaba de ser meritorio.
Por el contrario, los jóvenes e impetuosos líderes de Podemos, parecen empeñados en recorrer ese camino que los partidos tradicionales tanto tardaron en culminar con la misma urgencia con la que aspiran a revolucionar nuestro sistema político y a revitalizar nuestras caducas instituciones. Los datos son contundentes: en sus apenas dos años de vida, la formación morada ya ha visto cómo su Secretario de Organización Pablo Echenique ha sido pillado en fuera de juego por no pagar la seguridad social de un empleado suyo; cómo su ex número tres Juan Carlos Monedero ha sido duramente sancionado por su Universidad a cuenta de sus bienpagados informes para la Alianza Bolivariana; cómo su número dos Íñigo Errejón fue sorprendido cobrando una beca cuando nadie en la universidad que se la concedió le había visto jamás el tupé; y cómo las propia finanzas del partido se hallan bajo sospecha –por favor: que nadie se ponga exquisito pidiendo una resolución judicial condenatoria ¿acaso no estamos estamos en la España de los juicios mediáticos?– de haberse nutrido en sus primeros pasos del inagotable caudal del petróleo venezolano. Y ello por no mencionar ese creciente rosario de pequeños chanchullos que ya han empezado a salpicar a las organizaciones regionales de Podemos, y que entre nosotros llevan los nombres de Peremarch y Belmonte.
Se me dirá, claro está, que los mil y pico euros defraudados por Pablo Echenique apenas son calderilla comparados con las cifras de vértigo manejadas en casos como los de Bárcenas, Blasco o Rus, y una mota de polvo en relación con el escándalo de los EREs. Pero frente al argumento de que la corrupción es un problema cuya gravedad depende básicamente de su cuantía, se interponen los argumentos contrarios del tiempo, la intensidad y la oportunidad. Cuando los líderes de un partido roban –permítaseme utilizar este verbo en su sentido más laxo– con tanta rapidez y de una manera tan generalizada, y cuando lo hacen antes incluso de haber llegado a administrar un solo céntimo de dinero público, no queda más remedio que concluir que la nueva política se ha tornado vieja muy, pero que muy deprisa.