El dilema ¿moral? de la abstención

Votando

¿Se imaginan una partida de póker en la que las cartas fueran repartidas boca arriba, y cada jugador pudiera saber desde el primer momento qué mano tienen sus contrincantes? No solo sería el envite más aburrido del mundo, sino que sería también el más breve: bastaría una mirada de reojo para constatar quien tiene mejores cartas para que todos los demás jugadores arrojaran las suyas sobre el tapete y se pusieran a otra cosa.

Y ahora ¿se imaginan que en este mismo contexto, uno de los jugadores con peores cartas se atreviera primero a iniciar, y luego a seguir elevando las apuestas? ¿O, rozando todavía más de cerca el absurdo, instara a quienes no tienen sino una miserable pareja de treses, o un modesto trio de seises a plantarle cara a quien cuenta con una escalera de color?  ¿O que acusara de oscuras connivencias con el ganador de la mano a quienes, constatada la inferioridad de su juego, prefirieran retirarse del mismo antes de perder el tiempo, el dinero y la vergüenza?

Pues esta absurda situación es la que llevamos viviendo desde que el 26 de junio las urnas revelasen que si bien Mariano Rajoy no tenía ya el insuperable repoker de ases que los electores le asignaron en el 2011, sí contaba –y con diferencia– con la mejor mano de la mesa. Lo que en un país en el que no puede haber más que un Presidente del Gobierno, equivalía a decir que no había ni hay alternativa posible a su investidura.

El problema radica en la estrategia de demonización del Partido Popular puesta interesadamente en marcha desde la izquierda española en los ya lejanos tiempos del “no a la guerra”. Una estrategia que necesariamente aboca a la justificación de cualquier pacto –si “los números dan” poco importa que éste sea políticamente injustificable, o técnicamente inoperante– con tal de mantenerle en la oposición, y que de propina impone el sambenito de cómplice necesario del mal absoluto a quien por las razones que sean no se avenga a participar en el mismo. Así las cosas, lo que se espera de un buen demócrata no es ya que se niegue a apoyar expresamente al Partido Popular, sino que participe activamente en la conformación de una alternativa –sea cual sea– a sus propuestas, de modo que incluso la simple abstención en una votación de investidura como la que se aproxima constituiría una intolerable complicidad con esa manifestación postmoderna del mal absoluto que en este discurso representa la candidatura de Mariano Rajoy.

Y no: una abstención no es un apoyo, ni mucho menos implica complicidad. Ni tan siquiera simpatía. Una abstención no es sino la constatación de que las urnas han arrojado un veredicto al que si no es políticamente asumible sumarse, tampoco es democráticamente aceptable resistirse. La constatación, en suma, de que otro tiene mejores cartas y no es momento de perder ni el tiempo, ni el dinero ni la vergüenza.

Retratándose

Rajoy y Rivera

A diferencia de lo sucedido durante las reuniones a puerta cerrada de las últimas semanas, en las que los líderes de los principales partidos se limitaron a hacer declaraciones de intenciones y a practicar sin despeinarse el popular arte del postureo, para la conformación ayer de la nueva Mesa del Congreso unos y otros han tenido que retratarse bien a las claras, y que poner de manifiesto papeleta en mano cual va a ser su posición de partida en la legislatura que acaba de comenzar. Y esa inaplazable cita con la realidad nos ha dejado algunas interesantes instantáneas.

La primera y más importante de ellas tiene como protagonista a un Partido Popular que por fin parece haber descubierto las bondades del diálogo –aunque de momento solo Ciudadanos les quiera coger el teléfono–, y haber entendido que la clave para que éste sea fructífero radica en poner sobre la mesa propuestas tentadoras acompañadas con nombres de reconocida solvencia y expediente inmaculado.

En la segunda aparece Ciudadanos, quien a su vez parece haber entendido que, en política, el lugar de los principios está exactamente allí donde los partidos tradicionales hace décadas que lo pusieron: justo detrás de donde se diseñan las estrategias, y muy lejos de donde se colocan los intereses de partido. Si hace unos meses los de Rivera descubrieron que la separación de poderes se reforzaba cuando el presidente del Congreso y el del Gobierno pertenecían a partidos distintos, ayer constataron que hacerse con dos puestos (de nueve) en la Mesa del Congreso cuando se cuenta con 32 diputados (de 350) es un negocio demasiado redondo como para dejarlo pasar. Y luego hablarán de limitar por ley el valor de los regalos a los políticos…

Luego está Podemos, cuya sed de poder solo es comparable con su falta de escrúpulos político y éticos. La ausencia de los primeros, acreditada por su fallida intentona de sumar a los nacionalistas catalanes –¿que importa que unos fueran hasta ayer mismo el partido del 3%, o que ambos quieran romper unilateralmente con España?– a la candidatura de Xavier Domènech, y la falta de los otros por su envenenada oferta al PSOE de apoyar al candidato de la izquierda con más opciones de hacerse con la Presidencia del Congreso …mientras maquinaban a sus espaldas la manera de dejar a Patxi López con un palmo de narices. Y Compromís, cuyos diputados, arreglados pero informales, eligieron para su rentrée una discreta camiseta en tonos grises.

Y, por último, los ex de Convergència, que a las veinticuatro horas de reafirmar por enésima vez su voluntad de declarar la independencia de Cataluña, van y presentan a Quico Homs nada menos que como candidato a la Presidencia del Congreso de los Diputados, y que a buen seguro estarán mañana mendigando un par de diputados para formar grupo parlamentario propio. Definitivamente, quien dijo que no se podía estar en misa y repicando las campanas no conocía a esta gente.

Adéu, Convergència, adéu

PDC

Convergència Democràtica de Catalunya ha muerto. El óbito se produjo el pasado viernes con ocasión del 18º Congreso del partido, que el próximo mes de noviembre habría cumplido 42 años; y ha sobrevenido tras una larga enfermedad cuyos primeros síntomas se hicieron patentes en el 2012, y en el transcurso de la cual había perdido buena parte de su identidad, de su memoria, de sus votos, de sus aliados, y hasta de su patrimonio. La fallecida estuvo acompañada hasta su último suspiro por su primogénito Artur Mas, que permaneció en todo momento indiferente a los insistentes rumores sobre su implicación en la muerte del partido. Estuvieron en cambio ausentes su anciano padre Jordi Pujol –que a pesar de seguir gozando de buena salud, se deja ver en público cada vez menos– y su hermano menor Josep Antoni Durán i Lleida, en paradero desconocido desde que perdiera su escaño en diciembre del pasado año. No son previsibles manifestaciones de duelo en lugar alguno de Cataluña, y solo la Monja Caram ha encargado –sin mucha convicción, por otra parte– unas misas por su eterno descanso.

Bromas aparte, lo cierto es que la disolución de Convergència va a ser llorada por muy pocos en Cataluña, y por casi nadie en el resto de España. El otrora ‘pal de paller’ del nacionalismo catalán hacía tiempo que había devenido en una formación descabezada  –nadie sabe a ciencia cierta quien manda en ella–, desnaturalizada –ha concurrido a cada una de las cuatro últimas citas electorales con unas siglas distintas–, desnortada –su famosa hoja de ruta ha sido ya descrita como la rueda de un hámster–, descapitalizada –su sede esta embargada, y su deuda es estratosférica–, desbordada –por la competencia de quienes desde la derecha le roban su electorado más conservador, y desde la izquierda le arrebatan la bandera del independentismo– y hasta desmoralizada –por sus continuos escándalos de corrupción–, a la que todavía le aguarda el golpe de gracia de quedarse sin grupo parlamentario en Madrid por primera vez en su historia.

Pero para quienes podemos presumir de una cierta perspectiva en el análisis de nuestra historia más reciente, la desaparición de Convergència nos ha de dejar cierto un poso de amargura. Y es que durante muchos años –de hecho, durante sus mejores años– Convergència fue un factor de estabilidad en Cataluña, y una pieza fundamental para su engarce con el resto de España: fue la formación que comprometió –no sé si sincera, o hipócritamente– al nacionalismo con el autonomismo, quien brindó sentido al proceso de construcción de la España de las Autonomías, quien vertebró políticamente a la clase media de Cataluña, quien sostuvo –otra cosa es a qué precio– a cuantos gobiernos precisaron de sus votos, y hasta quien brindó un ejemplo de pragmatismo y moderación a otros nacionalismos más montaraces. Esa es la Convergència a la que, desde una sustancialísima discrepancia, echaremos de menos en el futuro. De hecho, la que ya llevábamos años echando de menos.

Mal perder

Por lo visto y leído en algunas redes sociales, el resultado arrojado por las urnas en la noche del 26 de junio ha resultado difícil de digerir para algunos de los que solo de boquilla creían en eso de que la única encuesta que de verdad importa es la que se revela el mismo día de las elecciones (en concreto, a partir de las diez de la noche). Desde los que se desahogaron deseando una suerte de hecatombe que acabara no solo con las elecciones sino incluso con el país mismo –“a ver si hay suerte y cae un puto asteroide en España y así desaparece este país de mierda”, escribió un energúmeno en twitter– hasta los que, en su inmensa misericordia se conformaron con eliminar tan solo a los verdaderos responsables de la nueva victoria popular –“eliminar las pensiones a ver si los viejos la van cascando y por fín el PP deja de robar” fue la aguda sugerencia de otro tuitero–, pasando por los que prefirieron instalarse en los siempre fértiles terrenos de la conspiranoia, para proclamarse víctimas de un pucherazo que ni ha sucedido ni podría suceder, lo cierto es que el 26J ha dejado un mal sabor de boca en unos cuantos electores. Y, en paralelo, ha revelado el preocupante mal perder de algunos de nuestros políticos.

Con toda sinceridad, pensé que nuestra Vicepresidenta Mónica Oltra no se encontraría entre estos últimos. Oltra es una demócrata de pura cepa, que además debería estar muy, pero que muy acostumbrada a perder elecciones –siquiera sea porque jamás ha ganado unas–. Una demócrata tan convencida de las virtudes del pluralismo, que apenas hace unos pocos días revelaba su íntima preferencia por formar parte de un gobierno plural antes que de uno integrado sólo por miembros de su partido –algo que, a mi al menos, me hizo respirar reconfortado, siquiera sea porque Iniciativa del Poble Valencià, apenas cuenta con cinco de los 99 escaños de nuestro legislativo autonómico.

Pero debió tratarse de un espejismo. Porque a la mañana siguiente, nuestra Vicepresidenta abogaba por establecer un “cordón sanitario” en torno la formación que lidera Mariano Rajoy, y daba por buena “cualquier posibilidad para que no gobierne el PP”. Por mi parte, quiero entender que “cualquier posibilidad” significa cualquiera que tenga cabida dentro de la legalidad vigente, pero aun así la idea de que Mónica Oltra prefiera ver a formaciones declaradamente secesionistas como Esquerra o a Convergencia antes que al PP en el gobierno de España me parece como poco surrealista; aunque si a ello añadiéramos que la principal razón para su oposición al Partido Popular es la de su connivencia con la corrupción, su simpatía por el partido del 3% me parecería si cabe más ininteligible. Aunque quizás mi discrepancia con Mónica Oltra radique en mi persuasión de que que no todo lo que es matemáticamente posible es políticamente plausible, y mucho menos políticamente deseable. O la de que en política, hay que saber perder para merecer ganar.