Relevos generacionales

PedroSánchez

Aunque algún suspicaz pueda pensar que no se trata más que de un vulgar ataque de celos fruto de la crisis de los cincuenta, la pura verdad es que esto tan de moda de los “relevos generacionales” siempre me ha parecido un despropósito. En el peor de los casos, una cortina de humo tras la que esconder eso que siempre se ha llamado una purga, en unos tiempos en los que, desdibujadas todas las ideologías clásicas, ya no cabe el argumento del desviacionismo ideológico para mandar a nadie a Siberia. Y en el mejor, una pobrísima excusa para quitarse de encima a un rival más preparado, más experimentado, y más conocido, con el estúpido argumento de que esa arruguita suya en la frente, o esas patas de gallo junto a los ojos podrían costarle al partido medio millón de votos cada una.

Y es que, a diferencia de lo que sucede con las lechugas, que empiezan a perder sus vitaminas en el instante mismo de haber sido recogidas, y acaban echándose a perder al cabo de unos pocos días, los políticos ganan con la experiencia y –sobre todo– con la contínua confrontación con sus adversarios de la bancada contraria, y con las realidades tozudas del mundo que les (nos) rodea, únicos medios para hacerles transitar hasta esa otra dimensión a la que muy pocos logran llegar que es la de los “estadistas”. Y eso constituye una riqueza íntimamente asociada –quiérase o no–, con la edad.

Cuando la cosa se halló circunscrita a uno u otro de los partidos de nuestro sistema, el argumento displicente del “con su pan se lo coman” pudo bastar. Pero en unos momentos en los que el argumento del relevo generacional ha puesto al volante del PSOE a un tipo tan manifiestamente inmaduro como Pedro Sánchez, y amenaza con colocar a la cabeza de Izquierda Unida a un muchacho de 29 años en cuyo curriculum se destaca el hecho de haber sido el diputado más joven del Congreso –lo que implicará ser también el que menos haya trabajado antes de empezar a mamar de la política– quizás sea precisa una reflexión profunda sobre el tema.

De momento, allá va una pista: se le llama “edadismo”. Y aunque no parezca una enfermedad tan letal como el racismo, el sexismo, o el clasismo –mucho ojo con ella.

La banda del patio

Claustro2

Uno andaba convencido, en su muy maltratada pero aun así persistente ingenuidad, de que los avances en materia educativa de las últimas décadas habían acabado con esa figura otrora omnipresente en nuestros colegios que era la banda del patio. Ya se sabe: esos chulitos de recreo, esos matones de pasillo, esos macarrillas de medio pelo –siempre en plural, porque nunca actuaban solos– que se aplicaban a amargarle la existencia a otros de menos talla, de menos carácter, o con menos amigos, solo para demostrar quién es el que mandaba durante esa escasa media hora que duraba el recreo en esos pocos metros cuadrados que constituían el terreno común de juegos.

Pero héte aquí que la figura no solo no ha desaparecido, sino que incluso se ha hecho la dueña del más venerable de los patios –el que preside, suma paradoja, el humanista Luis Vives– de nuestra más alta institución educativa. Como pudieron comprobar, por si lo habían olvidado, quienes días atrás tuvieron la osadía de proponer un homenaje a San Vicente Ferrer en el Paraninfo de la Universidad de Valencia.

“Quina autoritat acadèmica”–se preguntó esa suerte de banda del patio que se autodenomina Assemblea Interestamental– ha permès aquest acte que compromet el caràcter aconfessional de la Universitat de València?”. Para sostener acto seguido, en una casi imperceptible mutación de su genuino estupor por su más santa –perdón: es una manera de hablar– indignación, que “Homenatjar en seu acadèmica a un sant catòlic, per molt valencià que siga, és un disbarat i una ofensa a la intel·ligència”. Y terminar, con una sutileza más propia de un auténtico Corleone que de un simple chulito de pasillo, que “Seria molt trist haver de manifestar-nos a la porta de casa nostra per a mostrar el nostre rebuig a l’acte en qüestió”.

Y ahí acabó lo que se daba. Porque en esta ocasión la autoridad académica competente no apareció para poner en su sitio a base de coscorrones a estos matones de medio pelo, sino para mandar a su casa a las víctimas de sus amenazas. Eso si… con la promesa de que un día de estos Sant Vicent tendrá un homenaje como Dios manda. Perdón, de nuevo, por la palabra tabú: “una jornada con el rigor científico que requiere un acto académico organizado por la Universitat”. ¿Con la banda del patio subida a la tribuna? Seguro que sí.

Gente común…

DirigentesPodemos

…que hará cosas extraordinarias. Así es como Pablo Iglesias, flamante secretario general de Podemos, ha querido presentar ante la opinión pública a los 62 dirigentes –todos ellos minuciosamente escogidos por él– que en adelante conformarán el todopoderoso Consejo Ciudadano de la formación.

Pero a menos que Iglesias estuviera utilizando la palabra “común” en la cuarta acepción que la Real Academia le brinda, en tanto que sinónimo de “bajo y despreciable” –hipótesis que supongo debería ser descartada–, mucho me temo que la idea que el líder de Podemos tiene de que seamos los españoles se halle un tanto distorsionada. Y es que de sus 62 elegidos –con él, 63– no menos de cincuenta y cinco (el 87%) manifiestan contar con estudios superiores, cuando en España solo el 31% de la población ha pasado por la Universidad; veintiuno (el 33%) han estudiado y/o son profesores de la Complutense de Madrid, en un país que tiene abiertas 51 universidades públicas y 32 privadas; doce (el 19%) han cursado o enseñan Ciencias Políticas, el doble de los que han estudiado Derecho y cuatro veces más que los que cursaron Economía; y una veintena (el 31%) son madrileños o viven en la capital de España, en una lista en la que no hay más que dos valencianas y dos gallegos, no hay un solo vasco, y los catalanes han de ser buscados con microscopio. Un equipo en el que hay más historiadores que trabajadores autónomos, y en el que no consta un solo empresario –ni grande, ni mediano, ni siquiera pequeño–, ni tampoco un agricultor, ni un taxista, ni un albañil, ni un tendero.

Salta a la vista que la torre de marfil en que Pablo Iglesias ha habitado toda su vida –la que se extiende de las aulas universitarias a los pasillos de la eurocámara, pasando por los platós de televisión–, debe tener unas ventanas sumamente estrechas. De manera que el grupo de ungidos del que se ha acabado rodeando –cerrado, homogéneo, endogámico, integrado por clones de si mismo– se parece a una casta tanto o más que la clase dirigente a la que se supone iban a combatir.

¿Gente común? Va a ser que no. ¿Que hará cosas extraordinarias? Ya se verá. Pero de momento nihil novum sub sole.

Jugando con las ideologías

Podemos

Sin perjuicio de que por alguna parte conste el dato exacto, calculo que el número de los españoles que aun no ha llegado a cumplir los veinticinco años debe estar en torno al treinta por ciento del censo. Si a este porcentaje sumásemos el de aquellos que en noviembre de 1989 aun no tenían edad para comprender el mundo en el que se hallaban viviendo, podría sostenerse que la caída del Muro de Berlín constituye para casi la mitad de los españoles un acontecimiento tan ajeno a sus propias experiencias vitales como para quien suscribe pudiera ser el Desastre de Annual. Y, en consecuencia, el mundo al que este acontecimiento histórico puso definitivamente fin –el del telón de acero, el del imperialismo soviético, el de la amenaza nuclear, el de la Europa dividida…– un capítulo cerrado y archivado de una historia ya remota.

Solo eso –aunque tampoco descartaría las consecuencias de la muy deficiente formación de nuestras jóvenes generaciones, agravada con la desmemoria selectiva de muchos de nuestros intelectuales– serviría para explicar que ante la crisis económica en curso aun haya quienes se atrevan a proponer como solución la estatalización de tales o cuales sectores económicos, el control de salarios y de precios, y la colectivización de la propiedad privada; que ante la actual crisis de nuestro sistema político algunos cifren la salvación del país en un tipo con coleta que no tiene problemas en cantar “La Internacional” mientras otro enarbola una bandera roja y un retrato de Lenin; o –en fin– que la mayoría vea como lo más democrático del mundo el establecimiento de un tupido sistema de “círculos” –“soviets” se les llamaría si viviésemos en la Rusia de hace una décadas– encaminado a controlar de cerca de los detentadores del poder para conjurar todo posible desviacionismo. O que a pocos se les ponga la mosca detrás de la oreja cuando el líder de una formación creada para profundizar en la democracia participativa se estrena exigiendo de sus militantes que pongan sin rechistar en sus manos todo el poder del partido.

Falta memoria, pues. Cuando menos, para recordar que los antepasados ideológicos de estos sujetos llegaron al poder, sí, gracias a unas elecciones. Pero que hizo falta medio siglo y una revolución –varias, en realidad– para echarlos de ahí.

Catalonia: time for firmness, time for common sense

Estatut

Three hundred years ago, on September 11, 1714, the city of Barcelona fell into the hands of the Bourbon troops commanded by the Duke of Berwick. Having supported the claim of Archduke Charles of Habsburg in his dispute for the Spanish throne, the triumph of the French candidate Philippe de Bourbon meant for Catalonia the loss its own legal system and its institutions of self-government, and for the entire Spain the establishment of a strong centralist regime whose consequences lasted until the very beginning of the Spanish transition to democracy, only four decades ago.

Although the War of Spanish Succession was essentially a dispute over continental hegemony between the major European powers of the time, and in no way a war between Catalonia and Spain, the myth of September 11 –declared the «National Day of Catalonia» already in 1980, and dotted with mass demonstrations of an increasingly reivindicative tone ever since–, has become the symbol of the loss of Catalan liberties at the hands of the Castilian invaders. And therefore, the conmemoration of his tercentenary throughout this whole year, the triggering factor of a supposedly irreversible process leading to the final emancipation of Catalonia.

For sure, the construction of a fictional story plagued by episodes that should demonstrate the centuries-old struggle of the Catalan people for their indepencence had to be supplemented in order to be fully effective with the construction of a memorial of equally fictitious grievances, intended to demonstrate the impossibility of Catalonia remaining  a part of a country that is systematically appropriating the taxes of its citizens in order to have them squandered in other parts of its territory, despising its culture and language, and trimming up to unbearable extremes its much cherished capacity for self-government.

Nothing, however, could be further from reality. Even after the cuts made by the Constitutional Court in the 2006 Catalan Statute in order to bring it to compliance with the Spanish Constitution, Catalonia enjoys today more autonomy than ever before in its history, and more powers and wider institutional arrangements that most of the territories of the federations that exist in Europe –let alone, other parts of the world–. Catalan cultural peculiarities and language are fully respected and promoted as never before had been –even if the Spanish language, felt as something of their own by many Catalans, is marginalized in education, media and institutions under the control of the Catalan government–. And if Catalonia is a net contributor to the state budget, it is widely benefitted from the investment carried out in the national territory, while also enjoying the advantages associated with being a part of a market of nearly fifty million.

So the problem of Catalonia is by no means Spain. If only because it is Spain who ensures Catalonia’s safety –does anyone believe that an independent Catalonia would be able to afford a serious army?–; Catalonia’s integration in Europe –since it has become abundantly clear that the secession of Catalonia would automatically mean leaving the European Union–; Catalonia’s financial stability –since it is Spain who is actually ensuring the solvency of an almost bankrupt Catalan Government before the international financial markets– and even the full enjoyment in the territory of Catalonia of many individual rights, permanently threatened by the obsessive nationalist policies developed by the authorities in St. James Square.

That despite all this, the relations between Catalonia and the rest of Spain have arrived so dangerously close to the point of no return –with a referendum called for November 9 and maintained in a blatant law fraud, despite the express prohibition of the Government of Spain, supported by the Constitutional Court–, has a complex explanation, in which too many factors are intertwined. But certainly some deserve to be underlined: an educational system run for their benefit by the nationalist parties in power, that for no less than three and a half decades has been filling with myths and prejudices the mentality of the younger generations of Catalans; a public television system fully at the service of nationalism, in which linguistic and even political pluralism is conspicuously absent; an intelligentsia domesticated and purchased by a permanent flow of public subsidies; and especially, a second-class political “elite” that has seen in the achievement of independence the best way to fill their biggest ambitions, and in the long route towards it the perfect excuse to conceal their inefficiency and hide their corruption. Although in no way is it exempt from blame a central government, both when it was in the hands of the Socialist Party and when in those of the Popular Party, who has always followed the maxim that nationalism can only be appeased with concessions, though it was proved long ago that the concessions given one day ended up being the departing point for tomorrow’s claims, and the door to new dissatisfactions and increasingly unsustainable demands.

So, that this point of no return is exceeded or not in the coming days will depend equally on the firmness of the government in preventing any breach in the law in the coming days, and on its imagination when looking for consensual solutions in the near future. And, of course, on the Catalan people’s common sense. Or, as they like to say, on their «seny».