Solo puede quedar uno en pie
Cuando en diciembre del pasado año los electores hicieron patente su voluntad de dejar atrás el bipartidismo que había dominado la vida política de nuestro país en las cuatro décadas anteriores, muchos saludaron la noticia con regocijo. Los españoles acababan de poner fin –dijeron– a la era de las mayorías absolutas, con sus secuelas de corrupción, presidencialismo, centralización y hasta abuso de poder, y ante nosotros se abría un escenario nuevo, en el que el legislativo recuperaría su protagonismo frente al ejecutivo, y en el que el rodillo parlamentario dejaría paso al diálogo, aunque solo fuera porque las leyes y los gobiernos que las aplicaran habrían de salir del pacto y sostenerse en el pacto.
Algunos, en cambio, saludamos este nuevo panorama con algo menos de alegría, mucha más precaución, y una cierta dosis de escepticismo. Y es que para que ese escenario aparentemente idílico de diálogo y negociación echara verdaderamente a andar, hacía falta no solo que la aritmética parlamentaria obligara a ello –eso, ya había corrido de cuenta de los electores– sino también que los actores políticos estuvieran preparados para ello –algo que, por el contrario, escapaba y escapa de la capacidad de decisión de los votantes, que pueden, sí, incrementar o reducir la cuota de poder de un partido pero no cambiar de la noche a la mañana su cultura política, su modelo de liderazgo, o su estrategia de acción.
Y el tiempo –diez meses apenas: tampoco ha hecho falta mucho– nos ha dado la razón. La rotunda negativa de Pedro Sánchez –ese hombre literalmente pegado a un “no”; a una negación superlativa e infinita, mayor que un elefante boca arriba, que el espolón de una galera, y que una pirámide de Egipto, por parafrasear a Góngora– a la hora de consentir la investidura del candidato que había logrado amasar el respaldo de 170 diputados, nos aboca no solo a unas nuevas elecciones en diciembre, sino sobre todo a un abrupto retorno a las viejas formas de hacer polítcia que creíamos haber dejado atrás.
Y es que mientras pactar y traicionar sean términos sinónimos, mientras tener vocación de bisagra equivalga a carecer de identidad propia, y mientras la posición de un partido se determine a partir de la obviedad de que quienes votaron por sus siglas no lo hicieron para que otro gobernara el país, no habrá más fórmula para la formación de un gobierno que la bien sabida de alcanzar la mayoría absoluta que garantiza una investidura sin sorpresas. Sin sorpresas, y también sin debate, sin negociación, y sin cesiones.
Así las cosas, no solo estoy persuadido de que las hasta hace poco impensables terceras elecciones son una realidad casi al alcance de los dedos, sino que incluso me atrevería a prever unos cuartos y hasta unos quintos comicios. Los que hagan falta hasta que alguien llegue por sus propios medios a los 176 escaños. Esto ya no es la política, sino la guerra. Y solo puede quedar uno en pie.