Entrevista para el Forum Prawnicze nº 13 (2013)
Versión en castellano de la entrevista realizada por Jaroslaw Sulkowski para el número 13 (2013) de la revista jurídica polaca Forum Prawnicze.
J.S. Valencia es la tercera ciudad más grande de España después de Madrid y Barcelona. Me interesaría saber qué consecuencias tiene esto sobre el desarrollo de Valencia como centro universitario.
C.F.J Sin duda alguna Valencia es uno de las ciudades universitarias más importantes de España. Lo es, en primer lugar, por tradición, toda vez que su universidad –fundada por el Rey Fernando el Católico y el papa valenciano Alejandro VI en 1499–, cuenta ya con más de cinco siglos de antigüedad. Lo es, en segundo lugar, por su diversidad, toda vez que a lo largo de las últimas décadas y sin salir de la propia ciudad de Valencia, a aquella se le han sumado otras cuatro universidades más –la Politécnica de Valencia, pública; la CEU-Cardenal Herrera, privada de inspiración cristiana; la Católica, propiedad de la Iglesia; y la Valencian International University, virtual–; que a su vez, y desde resto de la comunidad, se complementan con otras tres Universidades más: la de Alicante, la Jaime I de Castellón y la Miguel Hernández de Elche. Lo es, en tercer lugar, por su calidad como polo de investigación: no es solamente que el proyecto VLC/Campus presentado conjuntamente por la Universidad de Valencia y la Politécnica haya sido recientemente acreditado como “Campus de excelencia internacional”, sino que nos encontramos ante unas instituciones auténticamente punteras en una amplísima gama de campos de investigación. Y lo es, por último, por su capacidad de atracción para los estudiantes procedentes de fuera de nuestra Comunidad: la Universidad de Valencia es, después de la de Granada, la principal receptora de estudiantes Erasmus de toda Europa, lo que dice mucho tanto del atractivo de la ciudad –buen clima, excelentes comunicaciones, y una renombrada vida nocturna– como de su vibrante vida cultural, de la que las Universidades son parte muy importante.
J.S. Vd. es profesor en el Departamento de Derecho Constitucional y Ciencia Política y la Administración. En Polonia, en la mayoría de los casos, los departamentos de Derecho Constitucional no se dedican a las ciencias políticas. Díganos qué cree Vd. que obtiene cada una de las dos disciplinas gracias a la otra y si esta separación es –según Vd.– artificial o se halla justificada en las diferencias entre las ciencias jurídicas y políticas.
C.F.J Primeramente, el que los profesores de Derecho Constitucional y los de Ciencia Política se hallen integrados en un mismo Departamento es consecuencia del hecho de que la legislación universitaria española exija un número mínimo de profesores doctores para la creación de un Departamento, de modo que aquellas áreas que no los tienen –como sucede en nuestra Universidad con la de Ciencia política, más pequeña que la de Derecho Constitucional– deben buscar acomodo junto con otras mayores. En algunos casos, esa regla ha tenido como resultado la creación de Departamentos un tanto extraños por la heterogeneidad de las áreas que los integran; en otros –sobre todo en las universidades más pequeñas, y con menos profesores– de Departamentos de perfiles amplísimos, casi coincidentes con los de la propia Facultad; y, en fin, incluso a la división del profesorado de una misma área en varios Departamentos con idéntica denominación en las universidades más grandes, cuando el número de los docentes –o las diferencias metodológicas, ideológicas o hasta personales entre ellos– así lo ha aconsejado.
Sea como sea, la ubicación de los profesores de Derecho Constitucional y de Ciencia Política en un mismo Departamento está lejos en nuestro caso de ser una simple estratagema para satisfacer un requisito administrativo. En España, ambas disciplinas derivan del tronco común del viejo “Derecho Político”, del que no se desgajaron hasta los años ochenta. No se debe olvidar que nuestro país no tuvo hasta 1978 una Constitución a la que hacer objeto de estudio, de modo que el Derecho Político recogía una amplísima gama de materias que empezaban por la Filosofía Política y la Historia del Pensamiento Político, y pasando por la Ciencia Política, la Teoría del Estado, la Teoría de la Constitución, la Historia del Constitucionalismo, y el Derecho Constitucional Comparado, llegaba –de manera ya casi marginal– hasta al estudio del régimen político de la época. Aunque en estos momentos el Derecho Constitucional y la Ciencia Política sean disciplinas diferenciadas, la relación entre las mismas sigue siendo muy estrecha, y somos muchos –yo, desde luego, me cuento entre ellos, y así lo intento reflejar en mis estudios– los que creemos que el análisis jurídico de nuestras instituciones precisa ser realizado con pleno conocimiento del contexto político en que se insertan, igual que el estudio de las dinámicas políticas no puede ser hecho con ignorancia del marco normativo en el que se encuadran. Desde luego, en nuestras facultades de Derecho se enseña Ciencia Política, y en las Facultades de Ciencias Políticas se enseña Derecho Constitucional, y es muy habitual que los profesores de una disciplina tengan también formación en la otra.
J.S. Entre sus intereses y aficiones la Europa del Este parece muy importante. En la Europa Central y la del Este, a los especialistas del Derecho constitucional les interesa el estudio de las soluciones constitucionales de la Europa Occidental. ¿A que se debe, en su opinión, el interés de los investigadores en países de fuera de su grupo cultural?
C.F.J De entrada, discrepo de la idea, implícita en su pregunta, de que el interés de los investigadores polacos o de otros países de su entorno geográfico más inmediato por las soluciones constitucionales ideadas en la Europa Occidental constituya una aproximación a países “de fuera de su grupo cultural”. Por mi parte entiendo que el comunismo –cuya implantación en Europa Central no fue el resultado de una decisión libremente tomada por ninguno de sus pueblos, sino el de una imposición externa y por la fuerza de las armas–, supuso un paréntesis desafortunadamente largo, pero felizmente superado, en una evolución histórica en la que los conceptos de Europa Occidental y Europa Oriental sencillamente no tenían sentido. Y, por lo tanto, que unos y otros compartimos una cultura jurídica sustancialmente común que tiene como pilar fundamental el respeto por la dignidad humana y la consideración de que el poder debe estar al servicio del ser humano. Naturalmente, en épocas distintas y ante problemas de diferente naturaleza, las respuestas del Derecho han sido también diversas, y es razonable que los países que han transitado hacia la democracia y se han integrado en Europa en fecha más reciente hayan querido tomar en consideración las estrategias adoptadas por aquellos otros que recorrieron esos mismos caminos varias décadas antes, especialmente teniendo en cuenta lo exitosas que en términos de estabilidad política, respeto a los derechos fundamentales y desarrollo económico han sido algunas de éstas, y la necesidad de encontrar con rapidez modelos fiables para el cambio político que caracterizó los procesos de cambio en la Europa postcomunista.
En cuanto a mí, mi interés por estos procesos hunde sus raíces en al menos tres causas. La primera –y, lo confieso, la más superficial de todas– es la fascinación que desde siempre me han generado estos países, tan cercanos geográficamente pero tan exóticos y enigmáticos –al menos para quienes atravesamos la adolescencia a caballo entre los setenta y los ochenta– desde todos los demás puntos de vista. La segunda, a la feliz coincidencia de que los primeros pasos de sus procesos democratizadores coincidieran en el tiempo con mis primeros pasos como investigador en el mundo del Derecho Constitucional, suscitando de inmediato mi atención y haciendo posible que mi trayectoria como investigador se desarrollara prácticamente en paralelo al desarrollo de sus procesos de transición democrática, consolidación institucional e integración en Europa. El tercer motivo, más profundo, alude a mi identificación íntima –aunque no por ello acrítica– con el sentido y la oportunidad de estos procesos de cambio, a mi deseo sincero de que éstos acaben exitosamente, y a mi compromiso de contribuir en la medida de mis posibilidades a hacerlos más comprensibles y próximos para el público español y, más en general, hispanoparlante.
J.S. De particular importancia para la actividad investigadora de usted son los países volcánicos y sus sistemas políticos. ¿Cómo valora la posible integración de Serbia y el resto de los Estados de la región en la Unión Europea?
C.F.J En efecto, aunque mis intereses como investigador se focalizaron en un primer momento sobre los países de la Europa Central, cuyas transiciones resultaron más tempranas, más rápidas, y más exitosas que las verificadas en otros rincones del antiguo bloque socialista, de un tiempo a esta parte es cierto que éstos se han desplazado en buena medida hacia en entorno balcánico. La razón fundamental de ese cambio de foco tiene que ver con el peculiar escenario político de estos países, en donde la estabilidad política está aun por alcanzarse plenamente, al tiempo que el objetivo de la integración europea comienza a vislumbrarse en el horizonte. Adicionalmente, el estudio de las realidades políticas de los países balcánicos plantea desafíos sugerentes que en buena medida –y por fortuna– se hallaron ausentes en los países de la Europa Central, tales como el modo de cerrar de una vez por todas el período de sus enfrentamientos bélicos; el modo de entablar relaciones de cooperación fructíferas; o el modo de compatibilizar el fenómeno de la diversidad étnica con la necesidad de seguirse labrando una identidad nacional, a menudo aun por perfilar.
En cuanto a la perspectiva de la integración de estos países en Europa, estoy plenamente convencido de que todos ellos están realizando esfuerzos importantísimos –a menudo con un elevado coste político, económico y social–, para satisfacer de manera plena las exigencias de la Unión, y que en muchos de ellos estas radicales reformas se están llevando a cabo de manera exitosa. Quiero decir con ello que los países balcánicos están cumpliendo con su parte del trato, y en consecuencia se hallan legitimados para esperar que la Unión Europea, que en su día les garantizó “un futuro europeo”, cumpla a la mayor brevedad posible con la suya. Cualquier otra cosa –y aquí incluyo tanto la eventualidad de un bloqueo, como la de un alargamiento injustificado y sine die del proceso ampliador– no solo minaría las perspectivas de desarrollo económico de la región y amenazaría su estabilidad, sino que dejaría a la Unión en una posición muy poco airosa, minando su prestigio en la zona de manera probablemente irreversible. Más aun: creo que todo lo que no sea una rápida, generalizada y generosa apertura hacia los Balcanes occidentales constituiría además una traición a los ideales con los que fue creada la Unión, y a su pasada trayectoria como instrumento al servicio del desarrollo económico, la estabilidad política y la seguridad internacional.
J.S. En septiembre de 2011 fue aprobada la última reforma de la Constitución Española. Esta modificación se refiere particularmente al artículo 135 CE e introduce el límite de la deuda pública. Cuéntenos por favor en qué circunstancias, de qué modo y con que consecuencias se llevó a cabo esta reforma constitucional.
C.F.J En efecto, mi país reformó su Constitución –por primera vez en casi dos décadas, y por segunda vez desde que ésta fuera aprobada en diciembre de 1978– en septiembre del pasado año 2011, al objeto de garantizar que el Estado y las Comunidades Autónomas adecuarán sus actuaciones al principio de estabilidad presupuestaria y no podrán incurrir en un déficit estructural más allá de los límites previstos por la ley.
A mi personalmente –pero creo que también a otros muchos constitucionalistas españoles– esta reforma me causa una muy aguda ambivalencia. Por lo que hace a su necesidad, aunque no me cabe duda de que, cuando se acometió, la presión de los mercados requería de un gesto rotundo que acreditase la solvencia y la seriedad de España frente a sus acreedores y a toda la comunidad internacional, no estoy convencido de que ese gesto no se hubiera podido realizar de otro modo, sin necesidad de tomar una medida de tanta trascendencia como una reforma constitucional. En cuanto a su oportunidad, aunque entiendo la relevancia que la cuestión del endeudamiento tiene a la hora de caracterizar el modelo económico que un país pretende aplicar, no puedo dejar de recordar cuántas y cuántas cuestiones que meritarían haber sido incorporadas a la Constitución en las últimas décadas no lo han sido, en parte por la imposibilidad de hallar el consenso necesario para ello, en parte por el temor ante la posibilidad de que tras una reforma puntual de la Constitución vinieran otras de mucho mayor alcance que acabaran poniendo en tela de juicio el edificio constitucional en su conjunto. En cuanto a su contenido, aun siendo naturalmente partidario de que las leyes estén redactadas de manera precisa y clara, me llama poderosamente la atención –y me genera un cierto rechazo, digamos que “estético”– la exagerada minuciosidad con la que se ha regulado esta cuestión, que encaja francamente mal en una Constitución tan sintética como la nuestra, más acostumbrada a sentar principios que a regular procedimientos. Y en cuanto a su forma, aunque es indudable que la reforma se llevó a cabo con pleno respeto a las normas que la propia Constitución fija para su modificación, y que –salvo que se quiera llevar a cabo una reforma global, o una parcial que afecte a los principios constitucionales, a los derechos fundamentales o a la institución monárquica–, no requieren sino el voto favorable de las tres quintas partes de los miembros de cada cámara… admito que en unos momentos en los que el debate sobre cómo establecer formas más creativas de participación política se encuentra más vigente que nunca, llevar a cabo una reforma de la Constitución sin haberla sometido a referéndum puede enviar a los ciudadanos el mensaje equivocado de que la ley fundamental del país no es cosa de su incumbencia, sino patrimonio exclusivo de la clase política.
J.S. Al hilo de esta cuestión, y ahora que se discute tanto sobre la crisis en España, ¿cree que la Constitución debería –y en su caso, cómo– proteger el presupuesto del Estado contra el endeudamiento excesivo?
C.F.J A lo largo de las últimas décadas, y ello tanto bajo gobiernos socialistas como con ejecutivos conservadores, España se ha caracterizado por haber implementado unas políticas sociales muy avanzadas, y haber llevado a cabo unas inversiones públicas enormemente ambiciosas, que han transformado a la vez la geografía física y humana del país. España cuenta ahora con puertos, aeropuertos, autopistas y líneas férreas infinitamente más modernas que las de hace apenas un par de décadas, pero también con una población acostumbrada a que las administraciones públicas –la estatal, pero también las autonómicas y las locales– cubran total o parcialmente sus más diversas necesidades. Un país en el que el dinero público financiaba escuelas, hospitales, juzgados y bibliotecas, pero también películas, equipos deportivos, televisiones y organizaciones no gubernamentales.
Para muchos dirigentes políticos, preocupados únicamente por su más inmediata reelección, pero también para muchos ciudadanos, concernidos únicamente por sus propios intereses, el endeudamiento del Estado y de las demás administraciones públicas resultaba la forma más idónea para financiar estas políticas cuyos resultados se podían disfrutar ya hoy, pero que solo pagarían las siguientes generaciones. Solo que a partir de determinado nivel de endeudamiento, la devolución de siquiera una parte –no digamos la totalidad– de lo prestado comienza a constituir una carga insoportable y a generar una merma importante de los fondos destinados a financiar las tareas más elementales del Estado, al tiempo que la consecución de nuevos créditos comienza a hacerse más y más costosa. Y esa es ni más ni menos la situación en la que España se encuentra en estos momentos: atenazada por una deuda de proporciones descomunales, cuya devolución detrae de sus presupuestos –no hay más que ver los que en estos momentos debate el Parlamento para el año 2013– una asombrosa cantidad de fondos, e incapacitada para captar nueva deuda a precios asumibles.
Con esta amarga experiencia en mente, comparto el criterio del legislador, plasmado en la nueva redacción dada al artículo 135 de nuestra Constitución, en el sentido de que las administraciones públicas deben adecuar sus actuaciones al principio de estabilidad presupuestaria, que –salvo en caso de catástrofes naturales, recesión económica o situaciones de emergencia– el Estado y las Comunidades Autónomas no podrán incurrir en un déficit estructural que supere los márgenes establecidos por la Unión Europea en relación con su PIB, que las entidades locales deberán en todo caso contar con presupuestos equilibrados, que la emisión de deuda pública deberá estar autorizada por ley, y –pese a lo impopular que resulta– que los créditos para satisfacer los intereses y el capital de la deuda pública habrán de gozar de prioridad absoluta.
J.S. ¿El Tribunal Constitucional de España resuelto ya casos sobre la constitucionalidad de las leyes que establecen una limitación de los beneficios para los ciudadanos, motivados por razones económicas?
C.F.J Habría que comenzar puntualizando que lo que habitualmente denominamos “derechos sociales” –el derecho al trabajo, a la salud, a la vivienda, a la cultura, o a un medio ambiente saludable, entre otros– se encuentran recogidos en el Capítulo Tercero del título Primero de la Constitución española bajo el encabezamiento genérico de “Principios rectores de la política social y económica”, y que en relación con ellos el artículo 53.3 establece como única garantía que su reconocimiento, respeto y protección habrán de informar “la legislación positiva, la práctica judicial y la actuación de los poderes públicos”, puntualizando que “sólo podrán ser alegados ante la Jurisdicción ordinaria de acuerdo con lo que dispongan las leyes que los desarrollan”. Y que, adicionalmente, otros derechos recogidos en nuestra Constitución, como por ejemplo el derecho a la educación, cuya plena vigencia requiere de una decidida acción promotora por parte de Estado, disponen de una regulación constitucional plena de remisiones a las leyes de desarrollo que en cada momento se adopten.
Quiero decir con ello que en materia de políticas sociales los poderes públicos están, sí, obligados a actuar en el sentido marcado por la Constitución, pero disponen al mismo tiempo de un amplio margen de discrecionalidad, que en tiempos de bonanza ha permitido una importante expansión del Estado de bienestar, pero que en tiempos de crisis se podría traducir –de hecho, se ha traducido ya– en importantes recortes en las prestaciones de que disponen los ciudadanos susceptibles de llevarse a cabo sin afectar a sus derechos constitucionales, quedando unos y otros igualmente amparados por la Constitución.
Naturalmente, cabe preguntarse si estos recortes en las políticas sociales no podrían, a partir de un determinado punto, entrañar un riesgo para el disfrute de otros derechos fundamentalísimos, como el derecho a la vida y a la integridad física y moral, o incluso poner en entredicho el libre desarrollo de la personalidad que protege el artículo 10 de la propia Constitución. Pero, nuevamente, nos hallamos ante derechos para cuya regulación el legislador dispone de un amplio margen de maniobra, y que exigen del mismo una decidida actitud de protección, pero que no requieren el logro de unos determinados resultados. Así las cosas, me temo que la pretensión de que del Tribunal Constitucional se erija en salvaguarda de una determinada visión expansiva de estos derechos frente a un ejecutivo impotente para hacer frente a la crisis económica y un legislativo igualmente conformista, me parece poco realista.
J.S. Hablando del Tribunal Constitucional español, querría preguntarle acerca de los efectos de reforma de su Ley Orgánica de 2007. Esta reforma, que afectó principalmente al tratamiento del recurso de amparo, se produjo como reacción a la sobrecarga de trabajo que para el Tribunal suponía la resolución de estos numerosísimos casos. Con el tiempo transcurrido ¿es apreciable una mejora de la situación del Tribunal?
C.F.J Como bien señala vd., el Tribunal Constitucional español vio reformada su ley orgánica en el año 2007 a los efectos de racionalizar la utilización del recurso de amparo. La reforma, por una parte, autorizó la resolución de estos recursos por parte de las Secciones (compuestas por tres magistrados) cuando hasta ahora lo habían sido por las Salas (integradas por seis magistrados); y, por otra, brindó al Tribunal una más amplia discrecionalidad a la hora de escoger los recursos de que deseara conocer encaminada a reservar sus energías para la resolución de aquellos casos que revistiesen una “especial trascendencia constitucional”, expresión ésta que el propio Tribunal clarificaría más tarde –en su Sentencia 155/2009– al afirmar que se tratará de aquellos en los que se planteen problemas sobre los que aun no haya jurisprudencia constitucional, o el Tribunal desee variar o aclarar la existente, o que deriven de la resistencia de los tribunales ordinarios a acatar la jurisprudencia del Constitucional, o que posean una especial trascendencia pública.
El objetivo de esa reforma fue triple: de una parte, se pretendía dejar constancia de que el tiempo en el que los derechos fundamentales no tenían otro garante en nuestro sistema que el Tribunal Constitucional había pasado ya, y que dado que los tribunales ordinarios se hallaban ya tan identificados con la democracia y tan comprometidos con la garantía de los derechos como el propio Tribunal Constitucional, carecía de sentido convertir a éste en el responsable ordinario de su protección; de otra, se trataba de evitar el más que previsible colapso del Tribunal, en cuya agenda los recursos de amparo –más del 97% de los asuntos ingresados cada año, lo que equivalía a unos ocho recursos diarios– representaban una carga cada vez más insostenible; y por último, de poner punto y final a la nada edificante costumbre de resolver la inmensa mayoría de esos recursos –el 93%– no mediante una sentencia motivada sobre el fondo del asunto, sino mediante una simple providencia de inadmisión.
Cinco años más tarde, ¿cuál es el balance de esa reforma, en teoría tan razonable? Pues uno escasamente alentador. Si bien es cierto que el número de recursos de amparo ha disminuido de forma apreciable en cifras absolutas (pasando de 9.840 en 2007 a 7.098 en 2011), no lo es menos que también ha disminuido el número de las sentencias recaídas (que el 2007 fue de 231, y en 2011 se elevó a apenas 145), mientras que la inadmisión inmotivada (5.865 casos el pasado año) sigue siendo la principal arma de defensa del Tribunal ante un flujo de casos que pese a todo sigue siendo completamente inasumible. De ahí que no estén faltando voces abogando por una nueva reforma del amparo, en clave todavía más restrictiva, que desde luego debería combinarse con una intensa pedagogía encaminada a hacer ver a los distintos operadores jurídicos que el amparo constitucional no es una tercera instancia procesal, sino un recurso auténticamente extraordinario, cuya utilidad está en relación inversamente proporcional a la frecuencia de su utilización.
J.S. En los últimos tiempos el Gobierno de Cataluña parece dispuesto a lanzar un desafío frontal a Madrid emprendiendo de una manera aparentemente irrevocable el camino hacia la secesión; un camino para el que incluso ya se ha puesto fecha: 2014. ¿Qué opinión le merece esta decisión?
C.F.J Como español que conoce Cataluña y mantiene entrañables vínculos afectivos con esa tierra, no puedo escuchar estas noticias sino con grandes dosis de preocupación. Creo que los vínculos entre Cataluña y el resto de España son no solo antiguos, sino también múltiples y profundos, y que ni España podría comprenderse del todo sin la aportación decisiva de Cataluña, ni en modo alguno Cataluña podría entenderse desligada de España. La separación que se pretende acometer rompería familias, negocios, vocaciones y muchas otras cosas más, a cambio de satisfacer un objetivo –el de que la nación catalana se desgaje de la España plural para tener su propio Estado– que parece más propio de la segunda década del siglo pasado que en la segunda década del presente siglo.
Como ciudadano, la preocupación debe dar paso a la indignación ante lo que lleva camino de convertirse más en una comedia de enredo que en un debate político de la seriedad que el asunto merece. Los nacionalistas catalanes, que en pasado se atrevieron a celebrar referéndums ayunos de todo amparo legal y de las más mínimas garantías procedimentales que se saldaron con mayorías aplastantes pero con tasas de participación apenas superiores al diez por ciento, ahora anuncian una consulta en la que se dará por hecho que una Cataluña independiente formaría automáticamente parte de la Unión Europea, cuando son numerosas las instancias comunitarias que han negado esa posibilidad; y ello cuando prefieren jugar con las palabras argumentando que ese futuro Estado catalán podría ser una entidad independiente, o permanecer de alguna manera integrado en una suerte de confederación con el resto de los territorios de España.
Y, finalmente, como jurista, no puedo sino rechazar una posibilidad –la de la independencia de Cataluña– que no solo choca de manera frontal contra el marco constitucional vigente, sino que desprecia lo que éste ha dado de si en las últimas tres décadas, y desperdicia de manera injustificable las potencialidades que aun podría seguir desplegando. Porque, digámoslo con claridad, la Constitución vigente brinda a Cataluña –y, con ella, al resto de los territorios que integran la nación española– instituciones y competencias más que suficientes para preservar su identidad, ocuparse de los asuntos que le son propios, y garantizar el bienestar de sus ciudadanos, y de hecho ha brindado a Cataluña un nivel de autogobierno difícilmente parangonable en ningún otro país de Europa. Hechos incontestable ambos, que en modo alguno pueden quedar ensombrecidos por puntuales diferencias entre Madrid y Barcelona, y menos aun por las dificultades que la crisis económica está generando para todas las comunidades autónomas españolas.
J.S. Y finalmente, como son las experiencias de usted al torno del derecho constitucional polaco?
C.F.J Por fortuna para mi, a lo largo de estos últimos años he tenido la oportunidad de ampliar considerablemente mis vínculos de colaboración con varias universidades e instituciones científicas de Polonia, y de reforzar la amistad que me une con algunos de sus más destacados académicos. Aparte de una relación muy fluida con la Universidad de Warmia y Masuria en Olsztyn, con la que mi Universidad mantiene un acuerdo de cooperación que se ha traducido en un constante intercambio de profesores y alumnos, y en la realización conjunta de varias reuniones científicas sobre temas de interés común, mantengo correspondencia frecuente con colegas de las Universidades de Varsovia, Wroclaw, Lodz, y Alcide de Gasperi en Jozefow, así como del Instituto Polaco de Relaciones Internacionales. He tenido el honor de ver mis trabajos traducidos al polaco en dos ocasiones ya, pero sobre todo he tenido el privilegio de editar en España –bien en las páginas de Cuadernos Constitucionales, bien en las de alguno de los libros colectivos que he coordinado– un número ya estimable de trabajos de colegas polacos, y hasta de dirigir la tesis doctoral de una brillante licenciada de Lublin, contribuyendo de este modo –aunque sea de manera modesta– al acercamiento entre nuestras dos culturas jurídicas. Es obvio decir, pues, que tengo una opinión óptima sobre el nivel académico de las Facultades de Derecho polacas, y también –al fin y al cabo es una consecuencia directa de ello– del de sus estudiantes, que con tanta frecuencia ya visitan nuestras aulas en Valencia.