Cataluña: que gobierne quien pueda
Artur Mas llevaba años reclamando un plebiscito sobre la independencia de Cataluña, y es forzoso admitir que al final ha acabado saliéndose con la suya. Después de una campaña en la que todo lo que no girara en torno a la disyuntiva constitución vs. secesión fue quedando cada vez más relegado a un segundo plano; merced a unos índices de participación que ni los mas ancianos del lugar recordaban haber visto; y sobre la base de unos resultados que han castigado severamente a quienes durante todo este tiempo más se habían empeñado en mantenerse de perfil ante la cuestión de la independencia –léase: Unió en la derecha, y Podemos en la izquierda– el resultado del 27S constituye lo más parecido a un referéndum sobre la independencia que se haya celebrado nunca en Cataluña. Y con solo 1.9 millones de votos a favor, sobre un censo de 5.3 millones de electores, forzoso es concluir que Mas lo ha perdido.
Pero sucede que, por el mismo precio, Cataluña celebró el 27S también unas elecciones autonómicas. Unos comicios encaminados –como cualesquiera otros– a determinar la composición de un parlamento, a investir a un Presidente, a delimitar un programa de gobierno, a vertebrar una administración autonómica, a establecer las líneas maestras de un presupuesto, y, en fin, a hacer posible que se gobierne. Solo que nada de eso parece posible a día de hoy en la Cataluña que Mas –¿podemos ya hablar de él en pretérito?– va a dejar en herencia a sus ciudadanos. Además de un partido mermado, una sociedad polarizada, y una administración endeudada, el aventurerismo de Mas nos ha legado un parlamento ingobernable, en el que las profundas líneas de fractura que separan a constitucionalistas de nacionalistas hacen inviable tanto un gobierno de derecha como uno de izquierdas; en el que si aquellos carecen de mayoría para gobernar, éstos –una vez desbaratada, aunque solo sea de manera transitoria, la aventura secesionista–, carecen de programa para hacerlo; y en el que ni siquiera sabemos cuál es el partido de la mayoría, cuál es su líder y con cuantos escaños va a poder contar.
Así las cosas, todo hace presagiar que de aquí a bien poco volverán a sonar en Cataluña voces que pidan unas nuevas elecciones –las cuartas en diez años– a fin de conformar un gobierno viable. Solo que eso sería el pasaporte más seguro para una nueva espiral de polarización en la sociedad catalana, para un nuevo aplazamiento de los graves problemas que la atenazan, y seguramente para una repetición de los resultados –escaño arriba, escaño abajo– del 27S. Porque después de tantos años quejándose de que a Cataluña no la dejaban decidir, lo que salió el domingo de las urnas no fue sino la prueba de que Cataluña esta hoy indecisa.
De modo que toca gobernar. Despertar de la pesadilla identitaria y empezar a preocuparse por los problemas de la gente. Avanzar propuestas, tomar decisiones, cosechar éxitos, asumir errores. Lo normal, en un país normal, que diría Mas.
МАКЕДОНИЈА БЕШЕ ПРЕТСТАВУВАНА КАКО ЛОШО МОМЧЕ ЗА БЕГАЛЦИТЕ, А ВСУШНОСТ ГРЦИЈА БЕШЕ ТОА
Valencianos en el Congreso
Ahora que lo pienso, creo que también a mi me parecería estupendo que en la próxima legislatura pudiera haber un grupo parlamentario valencianista en el Congreso. Un grupo cuyos miembros no respondieran a otras reivindicaciones que las de aquest país y, ya puestos a pedir, alardearan cada vez que se subieran a la tribuna de oradores de sus ocho apellidos valencianos de rigor. Y ello, por al menos dos buenas razones que no se si seré capaz de jerarquizar como es debido. Primero, porque de este modo descubrirían que aunque para poner un problema sobre la mesa basta con tener una voz en la cámara, para solventarlo hace falta contar con el voto de la mayoría, y eso solo está al alcance de quienes son capaces de articular proyectos autenticamente colectivos. Y segundo, porque de este modo la vis cómica de la que ha venido haciendo gala Joan Baldoví desde que pisara por vez primera el Congreso podría por fin tener el eco que se merece. Y es que quienes seguimos de cerca su carrera contamos ya las jornadas que restan para pasar de sus solitarios monólogos tipo Club de la Comedia a las ilimitadas posibilidades de un genuino circo de tres pistas –Congreso, Senado y Corts– en donde no faltarían más que las fieras, ya de entrada vetadas por el alcalde Ribó.
Pero, desgraciadamente, no va a poder ser.
No lo será si Compromís acude a las elecciones en solitario, por la sencilla razón de que para conformar un grupo parlamentario propio el Reglamento del Congreso les va a exigir contar con cinco diputados y haber sumado al menos un 15% de los sufragios en el conjunto de la Comunidad. Y ese es un objetivo que en unas elecciones en donde los ciudadanos tienden a olvidarse de los partidos autonómicos para votar en clave nacional, y en las que Compromís no podrá volver a exprimir “el efecto Oltra” se me antoja muy difícil de alcanzar.
Y lo será mucho menos si Compromís decide acudir en coalición con Podemos, en este caso porque el Reglamento de la cámara baja además de prohibir que constituyan grupos parlamentarios separados los diputados de un mismo partido, establece que tampoco podrán hacerlo “los diputados que, al tiempo de las elecciones, pertenecieran a formaciones políticas que no se hayan enfrentado ante el electorado”. De manera que si Compromis y Podemos se integraran en una misma candidatura para sumar así sus votos, acabarían por fuerza sumando también sus escaños, de modo que incluso los obtenidos por candidatos de Compromís quedarían automáticamente adscritos al grupo de Pablo Iglesias –que es tanto como decir sujetos a su agenda, a su estrategia y, sobre todo, de sus cada vez más recurrentes tics autoritarios.
Cosa que, por cierto, también me parece estupenda: y es que lo de “casarse” en vísperas de las elecciones para “divorciarse” el día después tiene un nombre muy feo. Y al Reglamento del Congreso no le gustan los matrimonios de conveniencia.
El voto de tu vida
Dicen los entendidos –yo, en este asunto, confieso hablar de oído– que la clave para una buena paella reside en tener en fuego en todo momento bajo control, subiéndolo o bajándolo en función de los ingredientes que en cada momento se añadan y del momento de cocción del arroz y, naturalmente, asegurándose de que nunca llegue a apagarse, pero que tampoco se descontrole hasta echar a perder el guiso.
La imagen me ha venido a la mente porque me da la impresión de que eso es exactamente lo que ha estado haciendo Artur Mas con su famoso “Procès” en los cinco interminables años transcurridos desde que llegara a la Presidencia de la Generalitat. Mas ha sido capaz de enervar a una buena parte de su electorado, romper la coalición de la que su partido formaba parte desde 1978, hundirle en el fango de la corrupción y hacer indistinguible su programa del de su principal adversario. Pero, en cambio, ha mostrado una habilidad fuera de lo común a la hora de mantener vivo el “Procès”, echándole más leña cuando parecía que iba a apagarse, pero cuidándose también de que la hoguera no se le fuera de las manos, no fuera a ser que alguien en Madrid decidiera quitarle el polvo al 155 –que, pese a que algunos no capten la diferencia, no es el calibre de un obús sino el número de un artículo de la Constitución.
Ahora, en cambio, parece que la cosa va en serio. “El voto de tu vida” –el lema escogido para su campaña por “Junts pel Sí”– obliga a pensar que se han acabado los tanteos y los faroles, las apelaciones al diálogo, y las retiradas estratégicas, y que las del 27S van a ser –esta vez de verdad–, un punto de no retorno. El principio del fin. La más alta ocasión que vieron los siglos.
Solo que este mismo líder que ahora emplaza a los catalanes a decidir su futuro de una vez por todas es el mismo que tres años atrás convocó elecciones anticipadas, pese a disfrutar ya de una confortable mayoría en el Parlament, para recabar de su electorado un mandato inequívoco a favor de la secesión. El mismo que luego de obtenerlo adujo que éste no era concluyente y debía ser ratificado en un referéndum que mantuvo al país en vilo durante meses. Y, naturalmente, el mismo que al día siguiente de haber presentado el 9N como un triunfo arrollador del independentismo, se sacó de la chistera un nuevo adelanto electoral para –¡adivínenlo!– recabar de los catalanes un mandato inequívoco a favor de la secesión.
Ni el CIS ni yo sabemos que saldrá exactamente de las urnas en la tarde del 27S. Pero al menos un servidor tiene claras dos cosas: que si los del “Junts pel Sí” pierden, no se la envainarán; y que si ganan, no se marcharán. Lo que garantiza, sí o sí, cuatro años más de bronca si Mas pierde. O solo dos, si es que gana.
El alcalde contra la máquina
A pesar de los prometedores avances de los ingenieros de Google en la construcción de coches susceptibles de circular sin conductor, lo cierto es que a día de hoy cualquiera que se acerque a uno de los miles de vehículos que circulan por nuestra ciudad y toque con los nudillos sobre el cristal del asiento del conductor, se encontrará al bajarse la ventanilla con el rostro de un ser humano. Vaya: con un individuo dotado –reconozcamos que no siempre en la medida que sería deseable– de razón y sentimiento; con un ciudadano provisto de derechos y sujeto a deberes; con un contribuyente que, antes de haber girado la llave de contacto de su vehículo, ya ha ingresado en las arcas del Estado y de su ayuntamiento un buen puñado de euros en concepto de impuestos y tasas; con un tipo –en suma– camino a su puesto de trabajo, que vuelve de llevar a su suegra al ambulatorio, que acaba de recoger a sus hijos de la escuela, o que se apresura para no llegar tarde a una importante cita de negocios.
Sin duda alguien pensará que esta es una obviedad de tal calibre que no merece ni la tinta ni el papel necesarios para escribirla. Pero a la vista de algunas de las más recientes decisiones del nuevo gobierno municipal del cap i casal, no me parece algo tan evidente. Porque en esa suerte de batalla entre el hombre y la máquina que parece haber emprendido el alcalde Ribó y su excéntrico concejal de “Movilidad Sostenible y Espacio Público” –vulgo: Tráfico– Giuseppe Grezzi, peatonalizando calles, reduciendo carriles para la circulación de vehículos de motor, limitando aun más la velocidad en el centro de la ciudad, y elevando el uso de la bicicleta a la categoría de clave para la salvación del planeta, me da la sensación de que uno y otro han perdido de vista esa verdad tan incontrovertible: que quienes usan los coches son también ciudadanos. Es más: ciudadanos activos para quienes su vehículo constituye una herramienta imprescindible en su tarea de generar riqueza.
¿Porqué, pues, esa cruzada contra el coche? Pues a la vista de la supina endeblez de las razones aducidas –ni Valencia padece índices alarmantes de contaminación, ni nuestro tráfico es más endiablado que el de otras ciudades, ni el número de accidentes en sus calles resulta llamativamente alto– no quedan sino dos posibles explicaciones. Una, la bien obvia de querer hacer caja a costa de los ciudadanos en virtud de la ecuación “a mas normas, más infracciones, a más infracciones más multas, y a más multas más ingresos”. Y otra, la muy inquietante de que hayamos caído en las manos de una pareja de socialistas utópicos, herederos ideológicos de aquellos que en vísperas de la revolución industrial abogaban por destruir las máquinas que privaban a los artesanos de su sustento, alteraban el orden social y perturbaban la sosegada vida de nuestros tatarabuelos.
“Repensar Valencia”, sugieren. Pero, mientras, parecen querernos llevar de vuelta al siglo XIX.