Aparisi y Guijarro

Aparisi

¿Se sorprenderían si les dijera que Pablo Iglesias revolucionó anoche el debate de La Sexta diciendo que “el parlamentarismo no es más que una farsa, que cuesta mucho, divierte poco, y corrompe muchísimo”? ¿Y que Albert Rivera ha señalado en una reciente rueda de prensa: “¿Hay elecciones? Las quiero libres. ¿Ha de haber diputados? Los quiero de todo punto independientes. ¿Tenemos diputados de todo punto independientes? Pues yo los quiero incorruptibles”?

¿Les extrañaría que Esperanza Aguirre hubiera propuesto imitar a los ingleses “en una cosa, en una sola: en respetar la memoria de nuestros padres… siglo que quiera que los venideros le respeten, respete a los pasados”? ¿O que en defensa de su nueva Ley de Señas de Identidad Alberto Fabra hubiera declarado que “Valencia sin sus tradiciones sería como un pueblo salido del hospicio”?

¿Me creerían si les dijera que un militante de Podemos decepcionado con sus líderes acaba de escribir anónimamente en un foro de internet que “en las revoluciones solo hay dos clases de gentes: los que las hacen y los que las explotan”? ¿Y que el Papa Francisco acaba de escribir en su primera encíclica que: “Cuando el Hombre-Dios nos dijo ‘sed buenos’, nos dijo ‘sed libres’. Por eso tenemos hasta la obligación de ser libres los cristianos. ¿No nos creó Dios en su semejanza? Pues Dios no pudo querer que besáramos como siervos el pie de un déspota o adulásemos como siervos la ira del populacho”?

Pues si así fuera, no les podría tachar de disparatados, pero a pesar de ello se equivocarían de plano. Porque el autor de esas reflexiones –unas clarividentes, otras osadas, todas profundas– hace mucho que duerme el sueño de los justos. Se llamaba Antonio Aparisi y Guijarro, y era hijo de esta tierra. Fue diputado y senador, jurisconsulto y poeta, dramaturgo y orador. Siguió a su Rey hasta el exilio y, de vuelta en España, murió en el mismísimo hemiciclo parlamentario. Y si en este país no tuviéramos a la vez la izquierda mas revanchista y la derecha mas acomplejada de Europa, a buen seguro habría sido objeto de un homenaje, hoy –este domingo– que se cumplen los doscientos años de su nacimiento.

Diez años de la gran ampliación hacia el Este de la Unión Europea: un balance necesario

Szabadsag

El 1 de mayo de 2014 se cumplieron diez años desde que en el 2004 se materializara la gran ampliación hacia el este de la Unión Europea, que se tradujo en el ingreso de diez nuevos socios –la República Checa, Chipre, Eslovaquia, Eslovenia, Estonia, Hungría, Letonia, Lituania, Malta y Polonia– en el club comunitario, a los que en 2007 seguirían Bulgaria, y Rumania.

El hecho de que la Unión se hallara –y se halle aun– sumida en una crisis económica sin precedentes, y que de la mano de ella le haya sido diagnosticada otra de sus ya crónicas crisis de identidad, llamada a poner en cuestión una vez más el proyecto europeo, supuso que este aniversario llegara en un momento de escasa predisposición para las celebraciones. Pero si no a fuegos artificiales, este aniversario sí que debería al menos invitar a reflexiones y balances. Una década es tiempo suficiente como para ensayar una evaluación global de cuanto ha sucedido en los nuevos Estados miembros de la Unión desde su incorporación a ésta, a fin de avizorar si sus expectativas de aquel momento se han visto satisfechas, y si lo han sido también las que en su día movieron a la Unión Europea para abrir sus puertas hacia el este. Una evaluación que pase por analizar cuál ha sido el papel de estos países en la vida política e institucional de la Unión, su nivel de integración en sus procesos decisorios, y sus aportaciones a la determinación de su rumbo político; por identificar los principales puntos de fricción surgidos entre ellos y Bruselas; por cuantificar el grado de su crecimiento económico y, finalmente, por apreciar en qué medida las actitudes políticas de sus ciudadanos han variado o no –y si lo han hecho, en qué sentido– respecto del rumbo del proyecto europeo.

Puestos a esa tarea, lo primero que salta a la vista es la dificultad de la pretensión. Si es cosa sabida que los países de la Europa del Este permanecieron desde mediados de los años cuarenta hasta finales de los ochenta sometidos a un régimen político intensamente homogeneizador, y que también su emancipación de ese sistema de verificó merced a procesos estrechamente interrelacionados, el análisis de la trayectoria de los Estados postcomunistas en el seno de la Unión revela que éstos en modo alguno se han comportado dentro de ella como el bloque homogéneo que en otro tiempo fueron. Los países del llamado “Bloque del Este” dejaron de ser tales el momento mismo de su ingreso en la Unión, y como consecuencia de ello han venido siguiendo políticas abiertamente distintas, alineándose en bandos a menudo contrapuestos, y manteniendo prioridades diferenciadas en función de sus peculiares sistemas productivos, su propio historial de alianzas, o sus distintas prioridades políticas. A lo sumo cabría identificar como comunes algunas preocupaciones compartidas derivadas de su misma posición geográfica –su interés por la Política de Vecindad–, o de su endémica dependencia energética –su interés por cuanto se refiera a las cuestiones de seguridad en el suministro de energía–, o de sus amargas experiencias en lo tocante a las relaciones con Rusia –su apuesta por el fortalecimiento de la seguridad europea y su inquebrantable compromiso con el vínculo transatlántico.

Junto a ello, el análisis de la trayectoria de los nuevos Estados miembros de la Unión en esta su primera década en ella trasluce otros dos rasgos comunes, derivados de una parte de su condición de Estados de tamaño pequeño o intermedio, y de otra de su condición de democracias de reciente consolidación. De una parte, el interés por labrarse sus propios nichos de influencia en algunos muy concretos ámbitos de la política europea, y de otra su constatable interés por estar a la altura de las circunstancias en lo tocante a la asunción de sus responsabilidades como Estado miembro. Si lo segundo quedó patente en las seis ocasiones ya en las que alguno de estos Estados hubo de asumirla presidencia semestral del Consejo –afrontando con fortuna a veces dispar, pero con estimable profesionalidad, la tarea de pilotar la nave de la Unión–, lo primero ha quedado puesto de relieve por el paulatino decantamiento de las políticas europeas de cada uno de los nuevos Estados miembros, que ha permitido atisbar las prioridades de cada uno de ellos y su interés por emerger como actores influyentes en esos concretos ámbitos.

Dicho esto, quizás no estaría de más subrayar también aquello que, por el contrario, se ha echado a faltar en estos diez años de andadura en la Unión. La menor madurez democrática de los nuevos Estados miembros, susceptible de traducirse en enfrentamientos interinstitucionales, administraciones ineficaces, sistemas de partidos inestables, electorados abstencionistas, o liderazgos carismáticos, hizo presagiar a más de uno que la ampliación de la Unión iba a contribuir de manera peligrosa a la desestabilización del conjunto del edificio comunitario. Diez años más tarde, sin embargo, la profecía dista de haberse cumplido. Y ello no tanto porque la Unión haya resuelto sus problemas, como por el hecho de que en éstos la responsabilidad de los nuevos Estados miembros no sea sino la que por un simple cálculo probabilístico les correspondería asumir. Si es cierto que la ratificación de Lisboa pendió durante meses del hilo que sostenían los Presidentes de la República Checa y de Polonia, no lo es menos que el desacarrilamiento del Tratado Constitucional no se gestó sino en dos “viejas” democracias como Francia y Holanda; de mismo modo que la crisis del euro no la han producido las dificultades financieras de Eslovenia o Hungría –ambas en vías de superación– sino las de Grecia, Irlanda, Portugal y –por poco– España; o que si Rumania ha afrontado una crisis institucional tras otra en la última década, lo mismo ha venido sucediendo en Italia. En suma: que tampoco en lo tocante a la generación de problemas los países del antiguo bloque del Este han querido comportarse como un solo hombre, adoleciendo en este punto de las mismas miserias, pero no muchas más, que los más veteranos socios comunitarios.

Islandia como síntoma

bandera-islandia

Con una agenda ampliadora tan repleta de candidatos –unos efectivos, otros potenciales, y otros tan solo vecinos con aspiraciones de ir a más– como trufada de problemas –el giro en la política exterior turca, el veto griego a Macedonia, el problema de Kosovo, o el melón sin abrir de Bosnia, por citar solo unos cuantos–, la retirada de la candidatura islandesa anunciada ayer por el ejecutivo de Reikiavik podría incluso ser recibida con alivio en Bruselas. Un poco como cuando aquel primo lejano nos anunció que no podría acudir a nuestra boda: le habíamos invitado de corazón, nos gustaría haberlo tenido con nosotros en tan señalado día… Pero ¡que caramba!: eso que nos ahorramos en un banquete que ya se nos estaba yendo de las manos.

Del mismo modo, con una agenda política tan desbordada como la actual por urgencias de todo tipo –la crisis del euro, el desafío de Syriza, el polvorín de Ucrania, o la deriva autoritaria en Rusia por citar, de nuevo, solo los más salientes–, que una isla perdida en mitad del Atlántico norte, con menos habitantes que Malta y un PIB parejo al de Malawi haya decidido mantener sus relaciones con la Unión en los términos en los que éstas estaban ya planteadas, no debería entrañar el más mínimo contratiempo, y menos aun ser visto como algo susceptible de hacer sonar las alarmas en el club comunitario.

Y mas todavía teniendo en cuenta que se trataba de un desenlace en extremo previsible. Formalizada en respuesta a la grave crisis financiera que puso al país al borde del colapso en el 2008, pero falta desde el primer momento del necesario consenso entre las principales fuerzas del arco parlamentario, el entusiasmo de los islandeses por la adhesión se fue desinflando conforme el país empezó a recuperarse económicamente, y su candidatura quedó herida de muerte desde el momento en que los liberales del Partido del Progreso y los conservadores del Partido de la Independencia relevaron a los Socialdemócratas en el gobierno de la isla en el 2013.

Pero aun así, sería un tremendo error que la Unión Europea no extrajera conclusiones del giro islandés. Aun siendo desde casi todos los puntos de vista insignificante, la candidatura islandesa servía cuando menos para acreditar que la Unión no solo era capaz de atraer a países de democratización reciente e incierta, economía endeble, y posición internacional problemática, sino también a democracias modélicas y sobradamente consolidadas, con economías pujantes y elevados niveles de vida, y con una seguridad internacional garantizada. De manera que su retirada, sumada a la de Noruega en 1994, y a la persistente negativa de Suiza a adherirse a la Unión obliga ineludiblemente a interrogarse ¿para qué ciudadanos y para qué tipo de países resulta atractiva, a día de hoy, la Unión Europea?

Y la respuesta a ello es, hoy, mas inquietante que ayer.

Negro sobre blanco

Puig y co.

Si hay algo de lo que nuestros políticos huyen cuan gatos escaldados es de explicar, negro sobre blanco, cuál será su política de alianzas una vez se haya cerrado la campaña y se hayan abierto las urnas. Poseídos de una agotadora locuacidad cuando se trata de explicar las bondades de su programa y los males que caerán sobre nosotros si gobiernan sus adversarios, basta con que alguien les pregunte qué harán con sus escaños cuando tras las elecciones llegue la hora de formar gobiernos, para que sus ganas de hablar se esfumen y reaparezca su manoseado catálogo de evasivas. “No contemplamos otro escenario que el del triunfo” (¿viajaría vd. en un barco que careciera de salvavidas porque su capitán no contempla “otro escenario” que el de llegar a puerto?), “Nuestro partido aspira a gobernar en solitario” (y yo a ser millonario, pero mientras eso no suceda toca hacer cuentas), “Habrá que analizar los programas” (¿quiere decir que aun no se ha formado una opinión sobre los programas de sus adversarios?), o “No es el momento de hablar de ello” (¿y cuando lo será?), son algunas de las más afamadas.

Lo que sucede es que si esa estrategia de ocultamiento –solo comprensible desde el tacticismo de quien no quiere descubrir sus cartas, ni parecer poco convencido de su victoria–, nunca fue presentable en un sistema político de perfiles netamente bipartidistas como el que hemos tenido en las últimas décadas, mucho menos lo es en un escenario como el actual, caracterizado por la crisis de las formaciones más tradicionales, la emergencia de otras nuevas, y la improbabilidad de que los resultados electorales arrojen mayorías holgadas a favor de ninguna de ellas. Lo que en otros momentos no habría sido sino una práctica saludable en un sistema con vocación de transparencia, constituye hoy una exigencia ineludible para que el elector pueda acudir a las urnas con las ideas perfectamente claras acerca de lo que va a suceder con su voto veinticuatro horas más tarde. De ahí que la clarificación de los pactos electorales –de cuáles están descartados, cuáles serían plausibles, y cuáles preferibles; de qué condiciones deberían darse en cada caso, de cuáles son los límites y cuál el precio que se está dispuesto a pagar– resulte no solo deseable sino exigible. A todos los contendientes. Negro sobre blanco.