¿A esto le llaman proceso constituyente?

DirigentesPodemos

Meses y meses poniendo el solfa “el régimen del 78”, apuntando a su irreversible decrepitud y anunciando la apertura de un proceso constituyente llamado a brindar a los españoles un nuevo sistema político –más avanzado, más popular y más participativo– acabaron el pasado sábado de la manera más triste que cupiera imaginar. Y es que con la presentación por parte de Pablo Iglesias de las cinco –¡ni una más!– líneas de reforma constitucional que Podemos tiene la intención de abanderar en la próxima legislatura, el asalto a los cielos quedó oficialmente suspendido hasta nuevo aviso, trocándose la construcción de aquella especie de paraíso en la tierra por una suerte de cambio de aceite y limpieza del parabrisas a la Constitución de 1978. Una constitución que solo ayer estaba haciendo aguas por todas partes, y para la que hoy se proponen no llega a media docena de parches.

Parches que, por cierto, se dividen a partes iguales entre lo ambiguo, lo absurdo y lo inaceptable, y entre los que si algo llama la atención son sus graves silencios: silencio en torno al modelo territorial, silencio en torno a las deficiencias de nuestro sistema parlamentario, silencio en torno a la justicia constitucional, y silencio –incluso– ante la emblemática cuestión de la forma de Estado.

Ambiguo es sostener que España necesita un sistema electoral “más proporcional”, porque hay docenas de maneras de asegurarse este objetivo, y todas poseen unas implicaciones sobre las que cualquier propuesta de reforma seria debería pronunciarse sin sombra de dudas. Absurdo es proponer medidas contra los aforamientos –¿y por qué no suprimirlos, sencillamente?– cuando éstos nunca se han revelado como un impedimento para llevar ante la justicia a los políticos corruptos. E inaceptable es tanto el propuesto “blindaje” de los derechos sociales como la posible constitucionalización del “derecho a decidir”. Lo segundo porque equivale a invalidar de un plumazo –y con incalculables consecuencias– la más importante de las afirmaciones que realiza la Constitución en todo su articulado, que no es otra que la del artículo 1.2 proclamando que “la soberanía nacional reside en el pueblo español”. Y lo primero, porque dotar a derechos como el del trabajo, la vivienda o la salud de unas garantías idénticas a la que disfrutan libertades como la ideológica, la de expresión o la religiosa, implica ignorar que aquéllos tienen un coste astronómico, y que su reconceptualización conferiría a los tribunales la capacidad para tomar decisiones que por sus graves implicaciones financieras deberían ser de naturaleza estrictamente política.

Aunque, bien pensado ¿por qué sorprendernos? Si el PP ya ha dicho que no abordará la reforma de la Constitución, y cuando el PSOE lo hizo en la época Zapatero, se conformó con proponer apenas cuatro simplezas –¡que genial idea, escribir en la Constitución que formamos parte de la Unión Europea!–, solo faltaba Podemos para garantizarle otros cuarenta años de vida al “régimen del 78”. ¿O quizás hay alguien más con cosas que decir al respecto?

Puig, Rajoy y el dinero de los valencianos

Puig

Vale. Ximo Puig –y con él, todos los grupos que le arroparon en las Cortes Valencianas el pasado 7 de octubre– lleva razón cuando clama que la Comunidad Valenciana se halla escandalosamente infrafinanciada, y que esta situación debería corregirse cuanto antes. Y, por añadidura, lleva también razón cuando señala que constituye una afrenta a todos los valencianos que en los tres meses y pico transcurridos desde su toma de posesión como President de la Generalitat el Presidente del Gobierno aun no haya tenido un minuto para recibirle y dialogar con él sobre éstas y otras cuestiones que preocupan a los valencianos.

Pero dicho esto, el asunto tiene otras facetas sobre las que el President haría bien en sincerarse, so pena de que algunos desconfiados pensemos en que más que los dineros de los valencianos, es la popularidad de su gobierno la que le preocupa.

Primero: ¿por qué empeñarse en dialogar con Rajoy precisamente ahora, cuando la legislatura está prácticamente acabada, y las manos del gobierno atadas? Y, sobre todo, ¿por qué empeñarse en negociar el asunto con un gobierno, el popular, que tan poca predisposición ha demostrado para hacerlo, cuando es posible que de aquí a nada tenga en la Moncloa a un buen amigo como Pedro Sánchez –con quien además de discutir de dineros, podría hacerlo de liderazgos y de lealtades?

Segundo: ¿por qué empeñarse en la vía esteril del diálogo? En política, las palabras se las lleva el viento, y lo único susceptible de transformarse en escuelas, carreteras y hospitales son las partidas recogidas en los Presupuestos Generales del Estado… que precisamente estaban siendo debatidas estas semanas. De modo que ¿no habría sido mejor que en lugar de escribirle cartas al Presidente del Gobierno, lo hubiera hecho al portavoz socialista en el Congreso?

Y tercera: conocidos como son los pingües réditos electorales que al PPCV le reportó su estrategia de victimismo frente al gobierno Zapatero, la pregunta del millón no es otra que la de si va el ejecutivo de Puig a reeditar esa fórmula –naturalmente con los papeles cambiados–, a modo de estrategia coartada multiusos. Porque en tal caso, debería caer en la cuenta de que la misma tiene una fecha de caducidad muy cercana: si el 20D vence el Partido Popular, querrá decir que las medidas de austeridad del Gobierno ha recabado el apoyo de los ciudadanos, y tocará cambiar de disco; pero si se salda con una derrota de los populares, Puig se quedará sin chivo expiatorio al que responsabilizar de todos nuestros males.

Y dicho lo cual, y ya que estamos hablando de diálogo y respeto interinstitucional, tampoco estaría de mas que Puig nos explicase por qué en ese mismo lapso de tiempo –110 días– en el que Rajoy no ha tenido a bien recibirle, tampoco él ha tenido a bien comparecer ante las Cortes para dar cuenta de su gestión. ¡Y eso que el Palau está mucho mas cerca de Les Corts que la Moncloa del Palau!

Política de notables (o no tanto)

Kichi

Quienes tengan afición por la historia política del diecinueve español a buen seguro estarán familiarizados con esa interminable saga de nombres ilustres que pueblan nuestros libros de historia, nuestros diarios de sesiones, y hasta nuestros callejeros. Pero probablemente no todos sean conscientes de que, en un sistema político en el que el sufragio estaba restringido de manera tan rigurosa que apenas alcanzaba a unos pocos cientos de miles de españoles, en un periodo de nuestra historia en el que el desarrollo de los partidos apenas llegaba más allá del estrecho marco del parlamento, y en una sociedad en la que solo una exigua minoría participaba en política, esos notables rara vez se representaban más que a si mismos, y sus partidos nunca pasaban de ser minúsculas camarillas cuyas reuniones podían con holgura celebrarse en torno a una simple mesa de camilla.

Quienes, en cambio, tengan afición por la historia política del veintiuno español, seguramente pensarán que la imagen en color sepia de aquellos próceres –hasta la palabra suena anticuada– con su bastón de caoba, su terno de lana y sus mostachos engominados se halla literalmente en las antípodas de las de nuestros políticos de hoy en día, tan informales en el vestir, tan espontáneos en el trato, tan familiarizados con las redes sociales y, lo que es más importante aun, tan hechos a “pisar la calle”. Pero a menudo las apariencias engañan, y a nada que uno rasque sobre la superficie de la noticia y haga abstracción del aspecto de sus protagonistas, habrá de admitir que aquello que no sin sorna de solía llamar “la política de notables” sigue viva y coleando entre nosotros.

Y es además practicada con fruición por quienes más se suponía que debían abominar de ella. Vean si no el sainete de la confluencia de la izquierda que llevan desde hace meses protagonizando los iglesias, los laras, los garzones, y tutti quanti se creen que representan algo en el escenario político a la izquierda del PSOE. Tipos que en su vida han sumado media docena de votos mal contados, a los que no les sonroja presentarse como “candidatos a la presidencia del Gobierno por”; líderes de corrientes de opinión integradas en partidos subsumidos en coaliciones a quienes las encuestas apenas garantizan un tres o un cuatro por ciento de los sufragios, a los que se les llena la boca hablando de la “unidad popular”; cenutrios que después de haber hundido su propio partido, se sacan de la chistera otras siglas con las que hacer borrón y cuenta nueva; tertulianos a tiempo completo persuadidos de que el share de sus programas no cuenta televidentes adormilados sino votantes efectivos; líderes “con una amplia experiencia en organizaciones de base” que solo se atreven a participar en unas primarias bajo el seguro paraguas de las listas avaladas por su líder nacional…

¿Política de notables, en pleno siglo veintiuno? Ya quisiera yo. De suspensos, más bien. Con la asignatura “Sentido de Estado” pendiente para el próximo curso.

Entre la fiesta y la protesta

Catalanistas

Si el asunto no fuera verdaderamente serio, habría mandado una amable carta a quienes estos días andan buceando en nuestra historia reciente y remota tratando de delimitar con rigor cuáles son las tradiciones más arraigadas en torno a la festividad del 9 d’Octubre, para sugerirles que dejaran de revolver archivos y desempolvar legajos y se concentraran en lo que de verdad interesa a los valencianos en este día. Que no es sino madrugar lo suficiente como para situarse en el lugar más visible del trayecto por el que más tarde discurrirá la procesión cívica, y verter sobre quienes por él circulen los insultos más obscenos y más hirientes que quepa imaginar. O, en el mejor de los casos, usar en beneficio propio la fiesta de todos los valencianos para hacer patente ante los medios, ante las autoridades y ante el público en general sus particulares cuitas, en forma de pegatina, pancarta, camiseta, banderola o simple grito. De modo que más que de Te Deums e himnos, esa nueva regulación del 9 d’Octubre que nos anuncian esos mismos que se pasaron media legislatura acusando al Partido Popular de estar manoseando nuestros símbolos, de lo que debería ocuparse es de delimitar con exactitud desde qué esquinas se podrá injuriar a los mandatarios de turno, homologar debidamente los insultos que se vayan a usar, y establecer en que fachadas se podrían colgar que cosas.

Porque, no nos engañemos: si algo ha sido el 9 d’Octubre desde que los valencianos recuperamos la democracia y el autogobierno, ha sido una oportunidad para el desahogo, para la ira, y en algunos casos hasta para la violencia. Todo ello en detrimento de una fiesta que debería servir para todo lo contrario: celebrar lo que hemos logrado, reforzar nuestro sentido de pueblo, y lucir con orgullo nuestros símbolos y nuestra historia. El resultado de ello es que la fiesta de todos los valencianos sigue siendo a día de hoy más una oportunidad para la confrontación que para la celebración, sin que ninguna otra de las citas de nuestro calendario festivo –ni del religioso, ni del laico– sirva para compensar esa carencia, y que en consecuencia muchos valencianos opten ese día por pasar la mañana en lugares menos conflictivos.

Pero por desgracia, en esta urgente tarea de dignificar el 9 d’Octubre, ni el trasnochado anticlericalismo del alcalde Ribó empeñándose en que la Reial Senyera no pise suelo sagrado, ni la permanente puesta en cuestión de nuestros símbolos por parte de su partido, son de mucha ayuda. Sí lo sería, en cambio, dignificar nuestras instituciones, abrirlas a todos los valencianos –y no solo a los que comulgan con el credo del gobierno de turno– y, sobre todo, vehicular cauces asequibles y efectivos para la participación política y para la expresión del descontento, que no pasaran necesariamente por ensombrecer la fiesta de todos los valencianos con reivindicaciones –doy por sentado que legítimas, y hasta justas– que mejor harían utilizando los otros 364 días del año para airearse.