Otro que se peleó con un payaso
Quizás lo sepan ya, por viejo, pero aun así lo contaré. Me refiero al chiste aquel del tipo que retorna a casa a altas horas de la madrugada. Desvelada, la esposa sale a recibirle, y al encender la luz se encuentra con que su marido lleva el pelo revuelto, la corbata en el bolsillo, los faldones de la camisa fuera del pantalón, y la cara sospechosamente manchada de carmín rojo y rímel negro. Indignada, la esposa se apresta a poner el grito en el cielo cuando el caradura le espeta con el mayor desparpajo: “¡Cariño! ¡No te lo vas a creer: me peleé con un payaso!”.
El chiste terminaba justo ahí; supongo que porque a nadie le costaría imaginarse al marido calavera corrido a escobazos por el pasillo y pasando el resto de la noche –y quien sabe si del mes–, durmiendo en el rellano de la escalera. Aunque pensándolo bien, si en lugar de ser un chiste ya rancio fuera uno más actual, lo más plausible sería que la esposa hubiera solicitado en Comisaría el parte de lesiones y la denuncia correspondiente, o hubiera indagado entre los circos de la ciudad si alguno de sus payasos había aparecido la noche de autos con un ojo morado.
Lo dicho viene a cuenta del modo en el que la mayor parte de nuestros medios han reaccionado a la infumable trola que Juan Carlos Monedero lleva semanas tratando de colarnos. Me refiero, cómo no, al cuento ese de que una entidad bancaria latinoamericana con una abultada nómina de economistas en su plantilla había solicitado de un politólogo extranjero de currículo tirando a discreto y especializado en temas que nada tenían que ver con el diseño de las políticas monetarias un importante informe por el cual habría pagado entre diez y veinte veces mas de lo que es habitual en estos casos, informe cuyas conclusiones nunca llegaron a implementarse, y cuyo contenido sigue sin haber aparecido.
Como el caradura de nuestro chiste, también Monedero parece empeñado en hacernos creer que se peleó con un payaso. Mientras que nuestros medios, en lugar de correrle a escobazos por mentiroso, andan cogiéndosela con papel de fumar mientras discuten si debió tributar como persona física o por el impuesto de sociedades, en éste o en aquel ejercicio. ¡Cosas veredes!
Candidatos
Hubo un tiempo, desde luego ya lejano, y quizás hasta irremisiblemente perdido, en el que cualquier partido con posibles lanzaba cohetes al aire ante la eventualidad de poder sumar a sus listas de candidatos a un notario de postín, a un catedrático de prestigio, o a alguno de aquellos viejos médicos de pueblo por cuyas sabias manos había pasado ya la mitad del censo de electores del municipio en cuestión. Un tiempo en el que se entendía que la excelencia profesional no tenía porque estar reñida con la sensibilidad social, que solo después de una trayectoria de servicio a la comunidad podía uno atreverse a postularse como su portavoz o su dirigente, y que –perdón por el argumento pro domo mea– si al parlamento se le llamaba “legislativo” quizás no fuera del todo irrelevante saber de leyes a la hora de ser elegido diputado.
Ahora en cambio, diríase que candidatos y candidatables –perdón esta vez por el palabro– pugnan entre si por dirimir quien es el más “normal” de todos, apuntando como méritos principalísimos el haber estado apuntados al paro, el haber servido copas en un bar, o el tener la cuenta corriente más pelada que el privilegiado cráneo del nuevo Ministro de Finanzas griego –como si de ello se fuera a derivar un plus de calidad en su hipotético desempeño como parlamentario–. O, peor todavía, aducen como mérito de especial relevancia su supuesto (y a menudo sobredimensionado) historial de lucha en cualquiera de las incontables “mareas ciudadanas” que con admirable constancia agitan las más diversas reivindicaciones –como si la movilización de un individuo en defensa de los específicos intereses del grupo al que pertenece le habilitara de manera especial para la defensa del interés general de todos, que es al fin y al cabo la tarea de nuestrios parlamentarios–.
Aunque quizás lo más chocante no sea tanto la actitud equivocadamente populista de unos y otros partidos, como la esquizofrenia de tantos y tantos electores, que un día exigen que sus candidatos sean gente corriente, de la calle, y al siguiente lamentan que sus representantes no atesoren, además en grado heróico, las más acrisoladas virtudes cívicas. Y que ignoran que en la de político, como en cualquier otra profesión, el amateurismo puede ser momentáneamente encantador, pero a la larga resulta ser peligrosamente empobrecedor.