Un panorama inédito
Los datos son los que son: las del próximo 20 de diciembre serán las decimosegundas elecciones parlamentarias celebradas en España desde el inicio de la transición. De las once verificadas hasta la fecha, cinco –las de 1982, 1986, 1989, 2000, y 2011– brindaron al partido vencedor –el PSOE en las tres primeras ocasiones, y el PP en las dos últimas– una mayoría absoluta, si no en votos, si al menos en escaños, que redujo a un puro trámite la elección de un nuevo Presidente del Gobierno; y las otras seis proporcionaron al partido ganador mayorías tan cercanas a la absoluta –solo la primera victoria de Aznar se materializó con menos del 45% de los escaños– que convirtieron cualquier alianza en su contra en una quimera tan impracticable como indeseable. En consecuencia, todos nuestros gobiernos han dispuesto de un respaldo parlamentario lo suficientemente amplio y sólido como para no haberse visto nunca en riesgo de caer por causa de una moción de censura, ni han tenido que recurrir nunca una disolución anticipada de las cámaras ante la imposibilidad de aprobar sus proyectos de ley o sus presupuestos. Y adicionalmente, todos nuestros gobiernos han sido hasta ahora rigurosamente monocolores, y todos ellos –con la sola excepción del breve interregno de Calvo Sotelo, entre 1981 y 1982– han estado encabezados por el líder del partido más votado en las elecciones precedentes.
Pero las expectativas de futuro también son las que son, y las que todos los medios dan por más probables apuntan a que el 20-D va a saltar por los aires el primero de los elementos que han definido nuestra vida política desde el inicio de la democracia, y que es probable que con él se esfumen también varios –o incluso todos– los restantes. Si el 20-D ningún partido alcanza la mayoría absoluta, ni se queda medianamente cerca de la cifra mágica de los 176 escaños, es poco probable que volvamos a tener un gobierno monocolor; y si lo tenemos, es menos probable todavía que vaya a ser un gobierno estable, capaz de surcar con un mínimo de tranquilidad los cuatro años de legislatura que le esperan. De hecho, si hemos de atender a algunos rumores cada vez mas persistentes, incluso habría que considerar la posibilidad de que su presidente no fuera a ser el líder del partido ganador. Y, definitivamente, la plausibilidad de todas estas opciones se incrementaría exponencialmente si, como otros apuntan, el próximo ejecutivo no fuera a ser monocolor sino de coalición.
El problema radica en que 38 años de bipartidismo, de mayorías absolutas o cuasi-absolutas, de ejecutivos monocolores, y de liderazgos cuasi-presidencialistas nos han dejado escasamente preparados para entender las dinámicas de un gobierno de coalición; al tiempo que los muchos desatinos de los pocos gobiernos de este tipo que se han verificado a nivel autonómico nos han dejado incluso menos predispuestos todavía para saber apreciar sus virtudes. Y visto lo visto, mucho me temo que apenas nos quedan doce días para salvar esa importante carencia.
Sus Señorías no escriben a los Reyes Magos
Diciembre es el mes de las ilusiones: para los más pequeños, porque son los días en los que ponen a puntos sus méritos y afinan su caligrafía mientras deciden que pedirán en su carta a los Reyes Magos; y para los más mayores, porque son las semanas de inquieta espera que preceden al sorteo de Navidad en el que cualquier hijo de vecino confía para dejar atrás sus estrecheces.
Diciembre es el mes de las ilusiones: para todos… menos para nuestros diputados, para los que los trescientos sesenta y cinco días del año son Navidad. Y es que para Sus Señorías no es menester esperar la llegada de Sus Majestades para formular un deseo. ¿Para qué esperar la llegada de unos ancianos a lomos de camello que solo nos visitan una vez al año, cuya mera existencia es discutida y discutible, y cuya capacidad para materializar nuestros deseos oscila al ritmo de la crisis y del IPC, cuando es infinitamente más fácil endosarle al Gobierno, al Consell o al mismísimo Espíritu Santo la tarea de hacer posibles nuestros deseos? ¿Para que comprar un décimo de lotería, cuando es más senciillo redactar una Proposición no de ley?
Se las regula en el Título IX del Reglamento de Les Corts Valencianes, pueden ser presentadas por cualquier grupo parlamentario, sirven para que la cámara se posicione sobre cualquier asunto que afecte de un modo más o menos remoto a los ciudadanos de la Comunidad Valenciana –incluso (o quizás especialmente) cuando no sea competencia de la Generalitat– y son usadas con tanta fruicción por Sus Señorías que solo en el pleno de la pasada semana se tramitaron cinco: sobre el Port Mediterrani, sobre la promoción del profesorado universitario; sobre el ajuste entre la capacidad económica de los contribuyentes y la presión fiscal; sobre respeto al sistema constitucional vigente, y sobre la financiación de las ayudas para el pago de la factura del consumo energético. Temas diversos a más no poder, pero unidos por un nexo común: que en todos los casos se trataba de instar a otras instituciones –al Consell, al Congreso, al Gobierno– a legislar, o a financiar, o a tomar medidas. Lo que en el lenguaje de la calle se llama pasar la patata caliente a otro.
Visto lo visto, diríase que nuestros diputados no deben tener mucha faena, toda vez que parecen disponer de tiempo de sobra para invertirlo instruyendo a otros –presumo que tan celosos como ellos de sus obligaciones– sobre qué deberían hacer. Y que tampoco parecen tener muy claro que es eso de la división de poderes, o el reparto de competencias. ¿O tal vez sea que es más fácil descargar sobre los hombros de otras instituciones las responsabilidades que uno podría estar asumiendo, con sus propios fondos y bajo su propia responsabilidad? ¿Y más rentable políticamente esperarse sentado a ver como otros lo intentan, para si el resultado es exitoso, apuntarse el mérito de la idea, y si no lo es, echarles en cara su deficiente implementación?