150 valencianos, 150 años

La huella

“La huella de 150 valencianos”, el magnífico libro con el que Las Provincias nos obsequió días atrás al hilo del 150 aniversario de su aparición, constituye a la vez un placer para los sentidos y un impagable documento histórico. Lo primero, por las geniales ilustraciones –uno casi se siente tentado de decir “instantáneas”– de Luis Lonjedo; y lo segundo, por la excelente tarea de selección de los homenajeados llevada a cabo por Pablo Salazar y las también acertadas –y a menudo brillantes– glosas de sus figuras llevadas a cabo por otros tantos valencianos, esta vez de nuestro tiempo. Pero, además, constituye una excelente materia prima para una siempre oportuna reflexión en torno a cómo somos y qué hemos sido los valencianos, y sobre qué hemos aportado de bueno a la historia de nuestro país –y, ya puestos, de la humanidad– a lo largo de este último siglo y medio. Y a este respecto, el balance resulta agridulce.

Cierto: valencianos como Concha Piquer, Nino Bravo o Camilo Sesto han venido poniendo durante décadas la banda sonora con la que España entera y buena parte de América se ha enamorado y se ha desmelenado; valencianos como Ricardo Tormo o Juan Carlos Ferrero levantaron a media España de sus asientos un domingo tras otro a golpe de raqueta o de acelerador; y valencianos como Manuel Sáez Merino, Silvestre Segarra, Juan Roig o Luis Suñer han venido vistiendo, calzando, alimentando y hasta refrescando a un país en el que la mitad de sus ciudadanos adultos cuentan en sus bibliotecas con “Viento del pueblo” y la otra mitad con la “La boda del señor cura”. Y paso por alto los tópicos de todos conocidos sobre la incontestable universalidad de Blasco Ibáñez, Joaquín Sorolla o Santiago Calatrava.

Pero llegado el momento de hablar de política –que es como decir de influencia, de liderazgo, y de poder– el panorama pinta muy diferente. No es que la Comunidad Valenciana no haya producido, y en cantidad, políticos de todo signo. Es que la mayor parte de ellos –Rincón de Arellano, Rita Barberá, González Lizondo…– no pudieron o no quisieron traspasar en su carrera las fronteras de la tierra que les vió nacer; o si lo hicieron –Lucia, Lerma, Zaplana…–, fue de manera tan breve que apenas llegaron a dejar un legado como políticos de talla nacional; o si lo pudieron dejar, éste acabó truncado por la incomprensión –Aparisi– o la tragedia –Broseta– demasiado temprano.

Así las cosas, me sorprendería que hubiera un solo español que no fuera catedrático de Historia que pudiera recordar la última vez que este país tuvo a un valenciano como Presidente del Gobierno. Aunque, bien mirado, tampoco haría mucha falta: torrevejense de nacimiento, a Joaquín Chapaprieta le dio tiempo de ser diputado por Murcia, Granada y La Coruña antes de serlo por su propia tierra, pero apenas presidió el Gobierno de la II República durante 81 convulsos días. Poco incluso para ser uno de los 150 valencianos más ilustres del último siglo y medio.

¿El dedazo? Bien, gracias

Dedazo

Si hay algo que se ha convertido en santo y seña de las nuevas formaciones políticas en estos últimos años –hasta el extremo de ser considerado por alguna de ellas como conditio sine qua non para entrar en posibles pactos postelectorales– ha sido la institucionalización de las primarias como método para la designación de candidatos. Frente al clásico “dedazo”, y a sus bien conocidas secuelas –intromisiones intempestivas de las direcciones nacionales de los partidos en la confección de las listas, altos cargos caídos en paracaídas, candidatos cuneros, y demás fauna– las nuevas formaciones políticas llamadas a renovar nuestra democracia se erigieron en firmes defensoras de la participación política de sus bases, y elevaron a las primarias a la condición de infalible test con el que calibrar la pureza democrática de propios y extraños.

Solo que llegado el momento de pasar del dicho al hecho, el panorama no puede ser más desalentador. Candidaturas “en plancha” por las que el militante queda obligado –o al menos, intimado– a avalar en su totalidad al equipo de confianza de su máximo dirigente, so pena de sumir al partido en una crisis de liderazgo; puestos expresamente reservados para los candidatos que señale la dirección nacional del partido; porcentajes de participación exiguos, que hacen dudar de la autentica representatividad de las opciones seleccionadas; triunfos “a la búlgara” que hacen dudar de la existencia de una competitividad real; “fichajes” de última hora que postergan a los preferidos por las bases en beneficio de supuestas “estrellas” de la política, que a menudo no aportan al partido sino unos minutos de atención mediática; misteriosos y a menudo indescifrables “factores de corrección” que postergan a unos y aúpan a otros en las listas; indagaciones curriculares de última hora que descabalgan a los candidatos de su puesto en las listas sin garantías de ningún tipo; pactos preelectorales negociados entre bastidores y rara vez refrendados por las bases, que desbaratan el orden de los candidatos salidos de las primarias y convierten el agua de borrajas las preferencias de sus militantes. Y como colofón –démosle tiempo al tiempo– candidatos que durarán como diputados apenas el tiempo justo para saltar a otros empleos de más relumbrón que calentar un escaño.

Así las cosas, uno casi preferiría que se volviera al viejo sistema del dedazo –“esta es mi gente, este es mi equipo, y lo quiero a mi lado en el Congreso”– que al menos tenía la virtud de la claridad y de la coherencia. Porque este sistema de primarias con freno y marcha atrás –que diría en genial Jardiel Poncela– no es ni carne ni pescado; resta consistencia a los equipos sin garantizar la representatividad a las candidaturas, generando en cambio malestar, confusión, y una insoportable sensación de engaño. Y es que en política nada hay mas rechazable que jugar con las cartas marcadas. Y a la hora de hacer las listas, nada hay mas cierto que aquello de que “el que parte y reparte, se queda con la mejor parte”.

El 155, a la vuelta de la esquina

Constitución

Probablemente no haya una prueba tan palpable de la acreditada indolencia con la que –declaraciones aparte– Mariano Rajoy ha venido afrontando el desafío del soberanismo catalán al Estado de Derecho, que el hecho de que a día de hoy el artículo 155 de la Constitución siga ayuno de todo desarrollo normativo. Una responsabilidad que, por descontado, comparten con el líder del Partido Popular los tres Secretarios Generales –Zapatero, Rubalcaba y Sánchez– que se han sucedido al frente del Partido Socialista a lo largo de la legislatura que acaba de concluir, y cuyo sepulcral silencio da cuenta no se si del escaso sentido de Estado del PSOE, de su incapacidad para decidir qué modelo territorial quiere para España, o de ambas cosas a la vez.

Se trata de una omisión infinitamente más peligrosa que la que se puso en evidencia cuando el pasado año D. Juan Carlos abdicó sin que estuviera desarrollado normativamente el artículo 57.5; que resulta de todo punto injustificable cuando llevamos ya una legislatura y media con el mantra del “derecho a decidir” sonando a todas las horas; y que además entra en abierta contradicción con el declarado compromiso del Gobierno con el Estado de Derecho, toda vez que su pasividad a la hora de regular normativamente el instrumento más contundente que la Constitución contempla para asegurarse la protección del interés general no ha hecho sino abonar la tesis –ampliamente extendida tanto entre los impulsores como entre los adversarios del Procés– de que España carece tanto de una estrategia de respuesta al soberanismo, como de la voluntad política necesaria para aplicarla, al tiempo que ha impedido a sus líderes calibrar con precisión las consecuencias que les acarrearán cada uno de sus movimientos.

Pero el hecho de que el 155 no cuente aun con un desarrollo normativo que enumere las causas de su aplicación, determine su alcance, y clarifique cómo debería procederse a su activación no quiere decir que ésta no pueda llevarse a cabo en el momento necesario. El 155 existe, forma parte de nuestro marco constitucional, y brinda al Estado una batería de acciones impecablemente democráticas que haría bien en tener muy a mano. Medidas que –deshagamos al menos dos de los mitos más extendidos, aun hoy, sobre el 155– no acarrean de forma necesaria la suspensión de la autonomía, sino sencillamente el establecimiento de medidas coactivas, tan puntuales como sea posible, para garantizar que las instituciones de Cataluña cumplan con las obligaciones que la Constitución y las leyes les imponen; y que tampoco precisan para su activación de una violación de la Constitución o de las leyes, ni menos aun de una sentencia del Tribunal Constitucional declarándolo, sino tan solo de un atentado grave contra el interés general de los españoles constatado por el Gobierno y ratificado por el Senado. Porque el 155 no sirve solo para defender la supremacía de la ley, sino también para garantizar los intereses generales de España.

¡Y aun habrá quien crea prematura su aplicación!

¿Quien quiere ahora acabar con todo?

Puig pleno

Yo no creo que los miembros del Consell piensen respecto del tenis lo que los responsables del Partido Comunista Chino dijeron hace unas semanas del golf: que era un deporte de ricos, cuya práctica resultaba tan incompatible con los deberes de un buen militante como la gula, el alcoholismo… o el adulterio. Me limito a pensar que cuando el actual Gobierno valenciano se topó con el compromiso, adquirido por sus predecesores, de financiar con largueza en Open de Tenis que hasta el pasado domingo se celebró en la ciudad de valencia, se tentó los bolsillos, vio lo mermados que estaban sus fondos, y optó por atender otras prioridades que para ellos resultaban más urgentes o más importantes. Del mismo modo, tampoco pienso que cuando el Ayuntamiento de Madrid anunció que dejaría de apoyar económicamente la Escuela de Tauromaquia, o cuando el de Cádiz advirtió que recortaría sus aportaciones a la Semana Santa, o cuando el de Valencia anunció que bajaría las ayudas para la iluminación de las calles en Fallas, lo hicieran por ser enemigos de la cultura o partidarios de la oscuridad. De nuevo, quiero creer que valoraron cuales eran las necesidades mas acuciantes de sus ciudadanos en un sentido distinto de cómo lo habían hecho sus predecesores, y obraron en consecuencia.

Porque gobernar consiste básicamente en eso: en administrar unos recursos siempre escasos, tratando de llegar a todo cuando es posible, pero priorizando unos gastos sobre otros cuando no lo es. Gobernar es valorar, elegir, jerarquizar; es arropar a unos… y abandonar a los otros a su suerte.

Sin embargo, esa condescendencia de la que ahora parecen disfrutar los gobiernos municipales y autonómicos de izquierda salidos de las elecciones del pasado mes de mayo no fue la que disfrutaron los gobiernos municipales, autonómicos y nacional mayoritariamente populares salidos del ciclo electoral de 2011. Haciendo oídos sordos a la gravedad de la situación económica heredada del zapaterismo, no hubo un solo recorte durante la legislatura que está a punto de terminar que no fuera recibido por la oposición al grito de “¡Quieren acabar con la cultura!”, o con la educación, o con la sanidad, o con las pensiones, o con la dependencia; hasta el punto de haberse llegado a acuñar ese supino absurdo del “¡Quieren acabar con todo!” que aun hoy –con la recuperación ya en curso– puede leerse en algunas de las paredes de nuestra ciudad.

Gobernar es valorar, elegir, jerarquizar. Ayer le tocó al cine, hoy le toca el tenis, y mañana quién sabe. Quizás el problema radique en fiarlo todo a la intervención salvífica del Estado, en lugar de asumir que más allá de garantizar nuestra seguridad, mantener el orden, administrar lo que es común y procurar la justicia, todo lo demás son tareas que hemos echado –a veces irreflexivamente– sobre sus hombros unos ciudadanos a los que de natural no nos gusta tener que elegir. Lo queremos todo, ahora, y gratis.