La disyuntiva monarquía-república: un debate viciado

Posted on octubre 4, 2014 
Filed under Publicado en la revista Saó

Republicanos

El debate monarquía-república, apresuradamente extraído del baúl de los recuerdos por la inesperada abdicación de Don Juan Carlos, convertido en tema de la máxima trascendencia mediática durante los escasos diecisiete días que transcurrieron hasta la jura de su sucesor, y devuelto al sueño de los justos antes incluso de que los asistentes al ágape del Palacio de Oriente hubiesen hecho la digestión de su último canapé, es sin duda alguna un debate legítimo. Innecesario, toda vez que la Corona no se encuentra ni de lejos entre los problemas que quitan el sueño a los españoles; inoportuno, ya que muy probablemente contribuirá a desviar la atención de esos mismos problemas; peligroso, desde el momento en que está más que acreditada su capacidad para radicalizar aun más nuestro ya polarizado sistema de partidos; y estéril, toda vez que, sea cual sea su desenlace, de él no se derivará ni la más mínima mejora en nuestras condiciones de vida, pero –reitero– perfectamente legítimo. Aunque solo sea porque nuestra Constitución –a diferencia de las de dos repúblicas de tan incuestionable pedigrí democrático como Francia o Italia, cuyo articulado prohíbe taxativamente alterar la forma republicana de Estado–, no impide el cuestionamiento de la Monarquía, ni brinda a ésta más protección que la que proporciona a partidos políticos, sindicatos, o comunidades autónomas.

Pero para que ese debate pueda llevarnos a alguna parte –y quiero suponer que esa es la intención de quienes se han empeñado en promoverlo– sería menester que fuera planteado con una nitidez y una honestidad que, de momento, he echado a faltar en la mayor parte de los debates de que he sido testigo.

De entrada, sería de agradecer que, ya que la Constitución lo permite, quienes estén disconformes con que España siga siendo una monarquía parlamentaria propusieran la reforma de las cláusulas constitucionales pertinentes –básicamente el art. 1.3, y el Titulo Segundo en su integridad– a través de los cauces constitucionalmente previstos para ello, que no son otros que los de la llamada “reforma agravada” descrita en los arts. 166 y 168. De este modo podríamos encarar este debate con la seriedad y la precisión que se merece, y desarrollarlo además allí donde debería tener lugar, que no es en los platós de televisión, sino en el hemiciclo parlamentario –primero–, y ante la ciudadanía toda, llamada a referéndum –después.

Cosa que, curiosamente, jamás se ha hecho. Quienes durante décadas se han entretenido agitando banderas tricolores cada catorce de abril, o criticando con sorna las cada vez mas frecuentes meteduras de pata de Don Juan Carlos, nunca hallaron en cambio el tiempo necesario –¿o fueron quizás las firmas precisas lo que no encontraron?– para instar una reforma constitucional comme il faut. Lo que obliga a cuestionar tanto la efectiva seriedad de la pulsión republicana de algunos partidos, como la aducida –pero nunca demostrada– existencia de una mayoría republicana en nuestra sociedad. Porque el hecho es que si alguien propusiera mañana mismo la proclamación de la República desde la tribuna del Congreso no concitaría más aplauso que el de la veintena escasa de diputados que el pasado once de junio levantaron su voz para oponerse a la abdicación del rey Don Juan Carlos. Probablemente se me contestará que si no hay firmas ni votos para plantear la alternativa republicana no es sino por la existencia de una perversa confabulación entre los dos grandes partidos del sistema para acallar este clamor, combinada con una suerte de omertá con la que silenciar las deficiencias de nuestra monarquía. Podría ser: pero tengo para mí que si en estos tiempos tan poco dados al numantinismo alguno de los dos grandes partidos tuviera el más mínimo indicio de que convertirse al republicanismo activo le iba a brindar réditos electorales, Don Felipe tendría menos tiempo incluso que su malhadado bisabuelo para poner pies en polvorosa.

En segundo lugar, sería conveniente que quienes propugnan la instauración de la república se molestaran en concretar ante el respetable de qué tipo de régimen político están exactamente hablando. Porque mientras que aquí y ahora –esto es: en la España del siglo XXI– la opción monárquica no es ni va a ser otra que la que llevamos experimentando desde hace casi cuatro décadas –la monarquía parlamentaria diseñada en la Constitución de 1978, y sustancialmente idéntica a la existente en otra media docena de democracias avanzadas de la Unión Europea–, bajo la atractiva etiqueta de la República podrían en cambio caber fórmulas muy diversas, varias de las cuales se me antojan francamente indeseables.

Para empezar, la instauración de la república ni siquiera garantizaría la elección popular del jefe del Estado –¿hay que recordar que ésta no se llevó a cabo ni en la Primera ni en la Segunda Repúblicas españolas?–, razón de ser última de todo este supuesto fervor republicano. Y es que en una república el Presidente podría ser elegido en votación popular –¿a una vuelta? ¿a dos?– pero también podría serlo en sede parlamentaria, o por un colegio electoral designado ad hoc. Además, la respuesta a este interrogante no sería sino la primera de un largo rosario de otras que a día de hoy nuestros republicanos se siguen resistiendo a abordar: ¿ese Presidente, tendría los mismos poderes –esto es: ninguno– que el actual monarca, o dispondría de mayor capacidad de maniobra? En ese caso ¿sería a costa de los poderes del Primer Ministro? ¿O de los del Parlamento? ¿Sería políticamente responsable, y en consecuencia susceptible de remoción, o disfrutaría de inamovilidad? ¿Cuál sería la duración de su mandato? ¿Sería reelegible? ¿De qué medios se le dotaría? Demasiadas preguntas sin respuesta como para no sospechar que quienes están jugando la baza de la república parecen sentirse más cómodos bajo el paraguas de la ambigüedad que poniendo sus ideas negro sobre blanco, y más confiados en el tirón del sentimentalismo, que en el sosegado análisis de los hechos.

Y ya que hablamos de hechos, convendría –en tercer lugar– que quienes se hallan agitando el banderín de enganche de la república tuvieran la honestidad de confesar que su instauración no resolvería ni uno solo de nuestros actuales problemas políticos, económicos ni sociales. No incrementaría nuestro PIB, ni ayudaría a pagar nuestra deuda; no reduciría el paro, ni incrementaría las inversiones; no haría que los catalanes se sintieran más a gusto en España, ni que los vascos dieran definitivamente la espalda a la violencia; no haría más funcional nuestro sistema autonómico, ni más participativa nuestra democracia. Y, a menos que Don Felipe tuviera la gentileza de llevarse consigo a Cartagena a los políticos corruptos, dejando en Madrid solo a los honestos, no acabaría con la desconfianza de los españoles respecto de su clase política y de sus instituciones.

Cosa que, pese a su obviedad, no ha dejado de ser sutilmente sugerida por ciertas fuerzas políticas, empeñadas en asociar la república con “más democracia” o incluso con democracia a secas, para explícita o implícitamente asociar a la monarquía –y, con ella, a quienes la trajeron y a quienes la defienden– con el más rancio conservadurismo, si no directamente con el franquismo (a pesar, por cierto, de que en España también la extrema derecha se declare republicana). La falacia de este argumento salta a la vista a nada que uno mire a su alrededor y repare en donde se hallan las monarquías parlamentarias de Europa y del resto del mundo en los índices más acreditados a la hora de medir la calidad de la democracia y la amplitud de los derechos como el Freedom in the Word o el Democracy Index. En este último, sin ir más lejos, siete de las diez primeras posiciones se hallan ocupadas por regímenes de monarquía parlamentaria –Noruega, Suecia, Dinamarca, Nueva Zelanda, Australia, Canadá y los Países Bajos–, con Japón, Bélgica y España cerrando la lista de las 25 “democracias plenas” que existen en el mundo, en tanto que los modelos políticos que ciertos iluminados querrían importar a nuestro país –los de Venezuela, Bolivia, o Ecuador– se situan a la par que los de Bangladesh, Malí o Uganda: a medio camino entre las democracias defectuosas y los regímenes indiscutiblemente autoritarios. Mala idea, pues, esta de ponernos a aprender de ellos.

Vuelvo al principio. Al régimen de la Constitución del 78 le sobran argumentos –y, sobre todo, logros– para encarar con plena confianza cualquier debate en torno a la conveniencia de prorrogar su vigencia o darle el finiquito. Pero para que ese debate se produzca, es menester que quienes lo planteen empiecen poniendo las cartas sobre la mesa a fin de que todos sepamos de qué va el juego. Porque confrontar de un lado realidades, y de otro meras especulaciones puede constituir una estrategia habilidosa, pero desde luego no es un planteamiento leal. Para empezar, con los propios ciudadanos, que serán a la postre los llamados a tomar partido.

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